CUESTIONES RELIGIOSAS
Patricio Valdés Marín
1. La salvación
El ser humano es un vástago de la evolución biológica. Se
diferencia genéticamente del chimpancé en sólo un 1%. Su existencia terrestre
está condicionada por sus instintos, en especial los de supervivencia y
reproducción, para los cuales el contentamiento del placer y la evasión del
dolor le son funcionales. En esta existencia, debe sobrellevar sin embargo las
vicisitudes de cualquier animal: el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. La
Ilustración del siglo XVIII manifestó orgullosamente a nuestra civilización que
la razón, no sólo nos separa radicalmente de los animales, sino que puede
ingeniar un orden magnífico por el cual se puede satisfacer virtualmente todas
las carencias humanas derivadas de su condición animal. En las postrimerías de
esta civilización, cuando ya experimentamos su honda degradación, sólo nos
queda volver a comprender nuevamente el significado de la salvación, tan apocada
por la inmanencia de nuestra actual cultura que olvidó que somos animales
transcendentes. No sólo subsistiremos a la muerte e pasaremos a un más allá
eterno, sino que hasta podremos acceder gratuitamente a la felicidad eterna en
el reino de Dios.
La puerta del reino de Dios tiene una doble cerradura. La
llave para una de ellas la tiene Dios. Después de la venida de Jesús para
proclamar el Reino, esta cerradura ha sido abierta para siempre para todos los
seres humanos. La llave para la segunda cerradura la tiene que fabricar cada
persona si quiere aceptar la invitación divina al banquete celestial, que es lo
llamado tradicionalmente “salvación”. Esta aceptación pertenece exclusivamente
a la libertad personal. Esta segunda llave es forjada en su vida en el crisol
de la bondad y la justicia. En este sentido el legendario san Pedro estaría de
más en su función de celoso portero del Reino.
Cualquiera que sea la interpretación de la voluntad
divina, la sola noción de salvación genera todo tipo de interrogantes. ¿Qué es
la salvación? ¿Será la salvación un asunto individual o colectivo? ¿Será la
salvación algo inmanente o trascendente? ¿Tendrá la salvación su recíproco en
la condenación? ¿Habrá un plan divino de salvación? ¿Dependerá este plan de la
acción humana? ¿Usará al menos dicho plan a los seres humanos como
instrumentos? ¿Qué es lo que se salva? ¿Cómo se liga historia con salvación?
¿Qué tipo de existencia sería la salvación? ¿Cómo sería una existencia
gloriosa? ¿Cómo sería la existencia en el Reino de Dios? Plantear preguntas es
un avance enorme frente a plantear nada. Nos impulsa a abandonar la comodidad
de lo que todos llegamos a aceptar en forma acrítica, pero sumidos en el más
profundo temor animal. Incluso el planteamiento de preguntas permite jugar con
posibles respuestas. Iremos por parte.
¿Qué es la salvación?
La palabra “salvación” puede significar dominar ya sea el
sufrimiento o la muerte, o ambos, si se piensa que los dos estados son como una
especie de castigo o condenación. En cuanto especie biológica, los seres
humanos compartimos tanto el destino de todas ellas –sufrir y morir– para su
prolongación y regeneración como también la permanente acción para superar
dicho destino y, así, mantenernos vivos y satisfechos. A diferencia de los
animales, tenemos conciencia de nuestro fatal destino y de lo terriblemente
ilusoria que es nuestra permanente acción para sobrevivir, a no ser que se crea
que habría una salvación que venza la muerte. Un no creyente termina por resignarse
ante la evidencia de su futura e irremediable muerte y procura sacar el máximo
provecho de su vida.
En cuanto al sufrimiento, sabemos que éste es pasajero y
que es un estado afectivo de rechazo a la muerte que nos permite, como seres
biológicos, sobrevivir. Se sufre cuando existe peligro o amenaza de muerte. La
evolución biológica ha dotado a los organismos sensibles de la capacidad de
sufrir como mecanismo de supervivencia. Si el sufrimiento es funcional a la
supervivencia, entonces la salvación estará más relacionada con preservar la
vida.
Sin embargo, puesto que la muerte es un hecho terminal e
ineludible, pues así lo demanda el mecanismo de la prolongación y la
propagación de la especie, una verdadera salvación se debería referir a algún
modo de vida eterna tras el pasaje a la muerte de su cuerpo. El ser humano no
responde a la conocida definición platónica de un ser compuesto de alma y
cuerpo por el cual cuando el cuerpo muere él entraría a una separación temporal
de ambos componentes; de este modo, él se reconstituiría con la resurrección de
su cuerpo. Por el contrario, si definimos al ser humano como un animal
transcendente, entonces concluiríamos que el espíritu que cada persona forja en
el curso de su vida a partir de la energía psíquica es eterno y permanece aún
con la muerte corpórea. Más aún, su espíritu se libera de los condicionamientos
del tiempo y el espacio que su cuerpo original le impuso y, cual mariposa que
escapa de su crisálida, aquél pasa a un estado superior: cuando muere el animal,
el espíritu transciende la materia.
La salvación no es un asunto
sacramental producto de recibir la gracia asociada al sacramento, sino que es
un asunto moral producto de las acciones intencionales según la bondad, la
justicia, la concordia y la humildad inherente. En la polémica de s. Agustín
contra Pelagio, en el siglo IV, el segundo es realmente el vencedor. Jesús (de
“Yeshua”, etimológicamente “Quien salva”) es el pivote de la salvación. No
basta transcender a la muerte para ser salvado, pues, tal como hay salvación
existe su contrario, que es la condenación en el más allá. La salvación es
seguir los pasos de Jesús.
¿Será la salvación un asunto
individual o colectivo?
Una religión tenderá a considerar la salvación como un
premio colectivo cuando predica la salvación de los fieles y la condena de los
infieles. La salvación colectiva predicada a un grupo de fieles tiene sentido
si ella es considerada como un logro colectivo, tal como su independencia
política. Pero ella llega a ser irrelevante cuando se la considera como algo
transcendente. Ciertamente, una salvación individual que depende de un
esfuerzo colectivo tiene tan poco sentido como una salvación colectiva en un
mundo transcendente, desconocido, donde ya no opera lo que posibilitó la
organización colectiva. De este modo, solo una acción moral de una persona
individual tendría significación para una salvación transcendente personal.
El pensamiento judío de tiempos de Jesús era mesiánico.
Suponía que llegaría un Mesías para conducir una salvación colectiva puramente
inmanente. Pero aunque a Jesús muchos de sus partidarios lo consideraban un
libertador del pueblo judío, su prédica estaba dirigida a la conversión íntima
y personal de cada individuo de toda la humanidad sin excepción. Si fuera
posible considerar a Jesús como mesías judaico, lo sería dentro de un ámbito
transcendente, e. d., que no sólo trasciende los límites del pueblo judaico,
sino también los límites del universo material.
Sin embargo, una persona individual
no se salva sola y al margen de la comunidad, sino su salvación está en función
de hacer el bien a los demás y depende de la formación recibida de la
comunidad.
¿Será la salvación algo inmanente o
transcendente?
Recién vimos que la salvación ligada a lo colectivo sería
inmanente, y con relación a lo individual sería transcendente. El milenarismo
confía en una salvación colectiva que sería inmanente. Supone que llegará el
día cuando el mal sea definitivamente derrotado de la faz de la Tierra y se implantará un reinado
de paz y armonía general que durará mil años. Sin embargo, si la salvación
fuera inmanente, no sólo contradiría el objetivo de una vida eterna, sino que
estaría contraviniendo las leyes naturales; en el Milenio habrá igualmente
muerte, enfermedad, sufrimiento y pecado. Según el Evangelio, la salvación es
transcendente.
¿Tendrá la salvación su recíproco en
la condenación?
Hablamos de salvación en oposición de condenación y ésta
es muy real. Si suponemos que todo ser humano es poseedor de un alma espiritual
y, por lo tanto, inmortal, la vida eterna después de la muerte es una
necesidad. Según esta lógica, el premio para una vida justa sería la salvación
eterna. En cambio, una vida de pecado tendría un castigo eterno. Según
testimonios de ECM, al morir una persona repasa toda su vida, como una
película, particularmente en relación al prójimo, a quien se debe en cualquier
circunstancia, y ella se erige en su propio juez. Verá en un instante su
egoísmo y su crueldad, como también sus buenas acciones. Si no ha conseguido
una reconciliación consigo misma, su propio juicio determina la intensidad de
su relación con Dios. Dios no es el juez, sino lo es la persona misma cuya
conciencia retiene su conducta moral mientras actuó intencionalmente durante su
vida terrena. A pesar de que Dios todo acepta y comprende, algunos no se
perdonan a sí mismos, se sienten indignos y prefieren estar en la lejanía de su
propio “infierno”.
¿Habrá un plan divino de salvación?
En la tradición hebrea Adán, Eva y su descendencia fueron
condenados a muerte por su pecado de desobediencia a Dios. Este pecado,
denominado “original” por haber sido cometido por la primera pareja y porque su
castigo condenó a toda la humanidad, fue en la tradición paulina redimido por
le sacrificio de Jesucristo, el ungido por Dios para esta misión.
Sin embargo, hay dos puntos conflictivos en esta
explicación. 1. A
la luz de la paleo-antropología y la evolución biológica los relatos sobre Adán
y Eva, el Paraíso Terrenal y el Pecado Original resultan ser puramente
mitológicos, siendo más bien un productos de la imaginación de los pueblos que
habitaron el Cercano Oriente, hace tres mil quinientos años atrás; en
Mesopotamia, en la leyenda de Gilgamesh,
a Adán se le llamó Enkidú. 2. No está dentro de la lógica pecado-castigo el que
por el pecado de un individuo Dios tuviera que castigar a toda su inocente
descendencia, aunque sí lo está para una mentalidad más primitiva que no logra
conferir al individuo una personalidad distinta de su tribu y una existencia
con finalidades que le son propias.
Es más verosímil suponer que si existen seres humanos
capaces de reconocer a Dios como ser supremo y creador del universo, y alabarlo
en consecuencia, y de actuar moralmente según esta creencia, Dios podría tener
un plan de salvación para ellos. Sería algo que tendría reciprocidad.
¿Dependerá el plan divino de salvación
de la acción humana?
La acción humana forma parte de la acción de la
naturaleza desde el punto de vista de la causalidad del universo. La especie
humana funciona como otra especie biológica, aunque bastante más depredadora
que las demás, por decir lo menos. No obstante, la acción humana (la acción de
todos en la colectividad) permite que los individuos consigan sobrevivir
(cuando se establece la paz) y, a través de la cultura, comprender su entorno y
a ellos mismos en este entorno, y a través de la civilización, intervenir en ese
entorno en beneficio de la colectividad.
Pero esta acción no es salvadora, como podría suponer una
teología de la liberación, o una ideología constructora de la “ciudad de Dios”.
Sólo una acción con contenido moral, esto es, una acción intencional enmarcada
en el reconocimiento de Dios, podría tener reciprocidad en la acción salvadora
de Dios. Las buenas obras serían necesarias para la salvación, pero con un
énfasis puesto en “buenas” en el sentido moral, no en el sentido pragmático.
Las obras en la perspectiva de su efectividad real serían indiferentes para una
salvación personal, pero serían necesarias en la perspectiva de su
intencionalidad. “El hombre propone, Dios dispone”, reza un antiguo adagio.
Por otra parte, la obra de Dios no depende da la obra
humana, aunque los jesuitas hayan pensado otra cosa con su lema “Ad maiorem Dei gloriam”. El fracaso es
inherente a la acción humana, pero el éxito no puede ser la medida de la moral.
Aunque la acción resulte fallida, lo que vale es la intención. Nadie puede
juzgar moralmente una obra, pues nadie puede conocer la intención subyacente.
Puesto que la intención está oculta en el sujeto, nadie que no sea Dios puede
juzgar la moralidad de una obra. También, desde el punto de vista de las artes
y la técnica, el juicio moral de una obra es irrelevante, como no lo es el
juicio de su función.
¿Usará el plan divino de salvación a
los seres humanos en calidad de instrumentos?
Si Dios usara a los seres humanos como instrumentos de un
plan de salvación inmanente, no tendría sentido que Mozart hubiera muerto a
sus 35 años o que Hitler no hubiera sido destrozado por la explosión de una
bomba de algún atentado antes de cometer tanta fechoría. La acción individual
bien intencionada de un médico, un profesor, un político, un comerciante puede
sin duda mejorar la condición humana de muchos y posibilitarles una vida más
plena. Madre Teresa de Calcuta actuaba con gran compasión, pensando en que cada
persona por muy miserable que fuera tenía un destino divino –transcendente–. Su
acción iba dirigida a ayudar a esa persona a acercarse a dicho destino.
Distinta es la actitud de quien cree que el destino personal transcendente es
de exclusiva responsabilidad del individuo, como en la creencia en el samsara y
el karma, absteniéndose a prestar cualquier ayuda.
¿Qué es lo que se salva?
Está en la naturaleza de la biología que todo organismo
biológico termina con su muerte. En el curso de su vida el ser humano logra ser
más que un animal. Ese “más” es la construcción del yo mismo de una conciencia
profunda, que implica la estructuración de una energía psíquica que contiene su
mismidad y que subsiste a su muerte.
¿Cómo se liga la salvación con la
historia?
Las religiones se caracterizan por describir el plan
divino de salvación como una manera de adquirir relevancia en el acontecer
humano. Pero el cariz que esta historia toma no es científica ni crítica, sino
que legendaria. Es forzada a explicar lo que termina por ser la imposición de
la institucionalidad por una minoría poderosa. Sin embargo, no es la teología
la llamada a demostrar una historia de la salvación, sino que ésta podría ser
encontrada en la historia natural y humana.
La postulación de una fuerza ortogenética,
estructuradora, teleológica, que canalice las historia natural y humana hacia
una dirección salvadora para los seres humanos surge de considerar que el
universo ha ido evolucionando desde la aparición de las partículas
fundamentales hasta la generación de la inteligencia racional y abstracta de
los seres humanos. Sin embargo, esta fuerza no puede explicar por sí misma la
necesidad de una salvación. La explicación de la salvación estaría más bien en
el mensaje de Jesús y sería una iniciativa absolutamente divina y ajena al
devenir del universo. Los seres humanos pueden algún día desaparecer de la faz
de la Tierra y
el universo seguir su natural curso evolutivo. Para existir el universo no
necesita estar en la conciencia intelectual de ninguna persona.
¿Qué tipo de existencia tendría la
salvación?
La invitación evangélica al reino de Dios abriría para
cada persona la posibilidad de una existencia eterna, que es justamente lo que
su conciencia de sí persigue en su lucha por su supervivencia. Pero lo que
caracteriza a este esquema es que se constituye en un camino no natural del
existir, pues la subsistencia de una estructura, en este caso la conciencia
profunda, no estaría sostenida por sus subestructuras, las cuales desaparecerían
con la muerte.
Tampoco una persona podría interactuar en nuestro universo
espacio-temporal si careciera de la “materialidad” o “corporeidad” que le
confieren sus subestructuras. Y si no fuera capaz de actuar, el tiempo no
tendría significación, pues toda acción se efectúa en un presente, teniendo
como finalidad un futuro. Por ello, no es posible comprender la posibilidad de
una existencia “gloriosa” desde una perspectiva de nuestro conocimiento
natural. Así visto, aceptar que la voluntad de Dios y el orden divino no son
para nada tan claros y evidentes es bastante desolador y requiere un renovado
esfuerzo de fe para aceptar lo transcendente.
¿Cómo sería una existencia gloriosa?
Es probable que aquello que habría impresionado a los
discípulos de Jesús no fuera que se dijera que había resucitado, pues, en las
culturas del Medio Oriente, resucitar era probablemente una idea plenamente
aceptada, aunque decididamente extraordinaria y milagrosa. Aquello que los
impresionó fue que percibieron que Jesús había adquirido una existencia
“gloriosa”, “celestial”. De hecho, si los discípulos no lo hubieran visto y
sentido no sólo vivo, sino que de alguna manera glorioso tras su muerte en la cruz,
Jesús habría pasado a la historia como un líder religioso o político más, es
decir, un líder que en su momento fue una esperanza de redención, pero cuya
vida acabó en una muerte ignominiosa, sin dejar ningún rastro especial, como
tantos otros contemporáneos de él.
Su ser “glorioso” significaba para sus discípulos que
Jesús estaba en el seno de Dios. Así, pues, es muy probable que este imposible
acontecimiento de pasar a una existencia gloriosa le ocurriera efectivamente al
mismo Jesús Nazareno, carpintero y maestro. Y la posibilidad de esta existencia
habría significado para sus discípulos la prueba cierta de una existencia plena
en el reino de Dios, no tanto para quien seguía el ejemplo del maestro, sino
para quien aceptaba su invitación de participar en el Reino según Jesús lo
había estado predicando. Décadas después, en la necesidad de un Mesías victorioso
y en el marco de la filosofía neoplatónica que imperaba en la época, esta
existencia etérea habría sido identificada como una resurrección del cuerpo por
sus seguidores.
¿Cómo sería la existencia en el reino
de Dios?
A diferencia de las tradicionales creencias en la otra
vida, lo que es realmente novedoso en la noción de la existencia en el reino de
Dios es que no significa seguir viviendo más de lo mismo que se vivió (aunque
fuera con 72 vírgenes), sino que sería para participar y gozar de la gloria de
Dios. Algo que en la historia teológica del cristianismo se ha desvirtuado en
la idea predicada por Jesús es el comprenderla mediante el dualismo griego, el
cual tempranamente se incorporó en el pensamiento cristiano. Esta doctrina,
como un modo natural, descompone al ser humano en alma o espíritu, y cuerpo o
materia. Para esta dualidad, la muerte sería una separación temporal. Para el
relato evangélico, en cambio, el cuerpo es solamente “el resto” de una persona,
y sería un absurdo devolver la vida a un cadáver que no tiene otro destino que
volver a convertirse en polvo, según las leyes de la termodinámica.
2. Lo religioso y la religión
La búsqueda irrestricta e ilimitada de Dios que muchas
personas intentan efectuar requiere una mente muy abierta y una actitud muy
humilde. Dios se encuentra más allá de nuestra experiencia cotidiana. Nos
encontramos sin referencias para comprenderlo, aunque es a través de la
experiencia natural de las cosas que es posible hallarlo, pues las cosas son su
propia creación. A través de la historia, algunas mentes más imaginativas han
elaborado simbólicas metáforas. Algunos estudiosos en comparar religiones pueden
incluso definir algunos símbolos sacros que se repiten en todas las culturas,
como el árbol, el fuego, el agua, la montaña, etc. Sin embargo, el fenómeno que
es posible observar es la tendencia colectiva de elevar estas imágenes libres y
llenas de significado misterioso al rango concreto del dogma, del rito y de la
norma, limitando así toda posibilidad de una búsqueda más libre y cayendo por
otra parte en la apatía o el temor.
Yendo al significado
A menudo, la religión se confunde con lo religioso, pero
veremos que son términos muy distintos. Fundamentalmente, la religión pertenece
al ámbito de la conciencia de sí; lo religioso pertenece al ámbito de la
conciencia profunda.
Podemos definir la religión como la socialización de la
experiencia religiosa personal en base principalmente de mitologías y
explicaciones míticas de lo misterioso y desconocido, y comprende estructuras
muy de nuestro universo que se construyen sobre el substrato de lo religioso.
Además, no siempre lo religioso se encuentra como fundamento de la religión.
Una religión puede llegar a subsistir y prosperar conservando únicamente los
elementos más formales, como lo mitológico, nuestro natural temor a lo
desconocido y la muerte, las estructuras autoritarias, dogmáticas y
litúrgicas, y todo ello sin necesariamente algún elemento religioso personal de
piedad, caridad y misticismo.
Existen religiones que se erigen casi exclusivamente
sobre leyes y normas, como el Islam, y toda religión contiene un sistema
normativo, como las Tablas de la Ley del Antiguo Testamento. Se supone que este
sistema expresa la voluntad de Dios o es la expresión de una sabiduría divina
preexistente, y que, cumpliendo con sus normas, un fiel sigue el camino
correcto de la salvación o del bien vivir. Las normas ética y legal se tornan
en norma moral. La moral, que por esencia es subjetiva, se vuelve objetiva. La
transgresión de la norma es el pecado, que requiere ser expiado antes de ser
perdonado. El pecado es social cuando la salvación le compete a la colectividad,
como en el caso de los israelitas, y es personal cuando se cree que quien se
salva es el individuo, como es corrientemente el caso del catolicismo.
Una de las principales funciones de toda religión es establecer
los códigos morales para encauzar la acción de los fieles. Es frecuente que una
jerarquía eclesiástica, o ciertos líderes religiosos, legisle con el propósito
de dominar a los fieles y mantenerlos sujetos, mientras en ocasiones se
benefician del prestigio y la recaudación impuesta. La norma tiende a
ritualizarse, pues se hace más fácil cumplirla. La obediencia ciega es muchas
veces santificada, mientras la libertad personal es aplastada.
La religión tiende a abarcar la totalidad de la
existencia de un ser humano, en ocasiones hasta el límite de asfixiar su
libertad, como ha sido posible observar en la práctica de algunas sectas. En
cambio, en lo religioso una persona subordina libremente su legítimo anhelo
instintivo de supervivencia y reproducción a sus propios conceptos morales, los
que emanan de su idea de Dios, los seres humanos y el universo, y del modo más
libre ella actúa según su propia conciencia (su conciencia profunda, desde luego).
La religión le da forma (ritos) y contenido (mitos) a lo
religioso, aunque éste no depende evidentemente de aquélla para subsistir, sino
de la posibilidad de la comunicación entre Dios y la persona humana. Los ritos
y los mitos tienen por función original la comunicación social de experiencias
místicas y existencias piadosas individuales. Esto es, la religión depende de
lo religioso.
La religión controla los espacios de los significados
especificados en las categorías de lo sagrado. Pero si se separara el universo
de su creador, se le negara a aquél cualquier contenido gnóstico y maniqueo y
se aceptara la causalidad puramente natural del universo, entonces todo o nada
en aquél llegaría a ser sagrado, con lo que el aspecto sacro de la religión
dejaría consecuentemente de ser relevante. Este paso, que elimina toda
posibilidad de panteísmo, es necesario para que emerja plenamente lo religioso.
Mientras lo religioso es algo simple, personal, interno y
silencioso, la religión es algo aparatoso, social, externo y bullicioso.
Mientras lo religioso se nutre de lo misterioso en una actitud de piedad, la
religión construye mitos en una actitud militante. La religión surge en forma
natural cuando se comparte lo religioso. Al estructurarse de modo social, aquella
adquiere las funciones propias de tal estructura y corre las vicisitudes de
toda estructura social. Así, aparecen los problemas típicos de identidad,
lealtad, inclusión-exclusión, pudiendo ésta ser instrumentalizada por los
fieles para liberarse de sus enemigos, reputados de infieles y heréticos, e
incluso oprimirlos y esclavizarlos.
Fe y creencia
Del mismo modo como lo religioso se distingue de la religión,
la fe se diferencia de la creencia. Por fe podremos entender la libre y
comprometida aceptación de Dios salvador. Por esta razonada y sentida decisión
de la voluntad personal, Dios pasa a reemplazar al yo y a constituirse en el
centro de la cosmovisión personal. La acción intencional de la persona pasa a
fundamentarse en esta fe, la que confiere un radicalmente nuevo sentido a la
vida. La deliberación racional en la intimidad del pensamiento adquiere un
nuevo y substancial parámetro de decisión previo a la ejecución de la acción.
La intención es evaluada por una nueva y tajante moral, la que necesariamente
se mantiene en el plano más subjetivo de la persona y muy lejana a cualquier
normativa que pueda establecer institución cualquiera, por más que reivindique
toda autoridad sobre doctrina y moral. La libertad personal es la condición
primera de cualquier comunión con lo divino.
Por creencia podremos entender la adhesión a ideas. Jesús
mismo tenía creencias que nos parecen ahora absurdas, tal como la existencia de
demonios en los enfermos, pero que formaban parte de las ideas ligadas a su
medio cultural. Pero Jesús tenía inmensa fe en Dios, a quien se refería como su
padre.
Tener fe en Jesús como el ungido enviado de Dios es muy
distinto a la adhesión al dogma que ha ido elaborando sus seguidores a través
del tiempo. No sólo ambas actitudes personales frecuentemente se contradicen,
sino que también el respeto al intrincado legalismo de la religión, en la
suposición de que sea el camino de la salvación, es muchas veces contrario al
evangelio proclamado por Jesucristo. Esta contradicción proviene de la
ambigüedad propia de los Evangelios, escritos que contienen los hechos y los
dichos propios de Jesús, mezclados con hechos y dichos atribuidos a él, pero
que, utilizándolos y derivando interpretaciones, muchos poseen la clara
intención de producir una estructura político-religiosa de poder. Así, pues, de
entre una maraña de ideología religiosa, que impresiona a quienes buscan la
seguridad, a quien busca empero a Dios, le es aún posible descubrir en su
lectura el mensaje de Jesús.
El Evangelio, que apela a lo religioso, en su esencia
abroga la norma, pues enseña que la salvación es materia de la fe y la caridad.
La moral evangélica no se refiere al cumplimiento de algún sistema normativo,
sino que a la acción libre que es consecuente con el profundo amor a Dios y
que es una respuesta no condicionada, sino que enteramente libre, a la
invitación divina de participar en su Reino. La vida religiosa no es entonces
el cumplir rigurosamente con una cantidad de mandamientos y normas, sino que es
el actuar libremente y con consecuencia a su fe. En lo religioso no existe el
pecado, sino que la inconsecuencia y la irresponsabilidad, pues no se produce
trasgresión de normas.
Religión y cultura
La religión, que se fundamenta o no en lo religioso, es corrientemente
una de las unidades discretas de la cultura, aquella que procura explicar la
transcendencia de nuestra existencia y el sentido de la vida en sociedad.
Desde tal perspectiva ella formula normas éticas. Como toda realidad cultural,
ella adquiere formas particulares según la localidad, y sufre transformaciones
según los cambios culturales que se van operando en el curso del tiempo.
También como toda unidad de la estructura cultural, ella es un mecanismo social
cuya función es procurar la subsistencia del grupo social.
Usualmente, los objetivos que la religión persigue son la
cohesión social, la armonía colectiva, la paz intra-social (aunque no
necesariamente extra-social). No obstante, debemos tener presente que dichos
objetivos, comunes a todas las religiones, que son por lo demás tan
antropológicamente pragmáticos, no son necesariamente aquéllos que Jesús vino a
enseñar. El amor (incluso al enemigo) y la justicia producen frecuentemente
conflicto con el estímulo biológico que nos impulsa a sobrevivir y a
reproducirnos. El testimonio de la fe religiosa a menudo colisiona con la ética
aceptada. Cuando lo religioso es compartido, en tanto es compartido se
estructura como religión, y por ello se hace forzosamente social y, por tanto,
materia de nuestro conocimiento objetivo en ese respecto. Pero mientras lo
religioso busca la salvación personal, la religión persigue la salvación
social. Ambas tendencias entran en contradicción cuando se niega la libertad
personal.
Las religiones
Usualmente, la estructura de la religión está comprendida
por una variedad de elementos, entre los cuales se puede mencionar los
siguientes: lo sacro, que es asignar valor sobrenatural a determinadas cosas
naturales; lo litúrgico, que trata de ritos y acciones externas de culto
divino; lo eclesiástico, que se refiere a asambleas de fieles, es decir,
personas que profesan las mismas creencias y que se rigen como cualquier otro
grupo social humano: es incluyente y excluyente; lo sacerdotal, que ejerce la
autoridad y dirección en lo ritual, doctrinal, ético y administrativo de lo
eclesiástico; lo milagroso, que es la esperanza puesta en lo divino para que
intervenga en la causalidad natural y solucione problemas propios de
supervivencia y reproducción; lo dogmático, que reúne el cuerpo doctrinal que
el fiel debe aceptar para ser incluido en la asamblea; las creencias, que es
el cuerpo de mitos que el creyente del grupo religioso (iglesia o secta)
adhiere; lo sacramental, que constituye el conjunto de signos rituales
teóricamente mediadores de la acción salvadora divina; lo ético, que trata de
las normas que deben regir la conducta externa de los fieles.
Internamente, como estructura social, la secta o la
iglesia, al irse estableciendo, va adquiriendo poder, prestigio y riqueza, que
son también signos de su vigencia y su significación en el medio social y
político. Para preservar y superar lo institucionalizado su dirigencia se torna
intransigente e intolerante a reformas y nuevas ideas, haciéndose dogmática y
legalista.
No obstante, se debe reconocer que, aunque lo religioso
confiere sustentación a la religión, ésta suele ser funcional al nacimiento de
lo religioso en el individuo, principalmente en el sentido de la transmisión de
doctrinas y valores religiosos, y en el establecimiento de un ambiente religioso,
siempre que su excesivo ritualismo, dogmatismo y moralismo no termine por
ocultar lo fundamental, como es frecuente que ocurra.
Una distinción relacionada con lo religioso y la religión
es la que se puede hacer entre “Iglesia”, con “i” mayúscula e “iglesia”
simplemente. La Iglesia
es el cuerpo de creyentes en un Dios creador y salvador, y que desde nuestro
universo puramente inmanente admite la realidad de una transcendencia. Ella
establece dos tipos de realidades: la sobrenatural y la natural, siendo la
realidad sobrenatural algo misterioso porque los seres humanos no poseemos las
facultades cognoscitivas para conocerla. La relación entre estas dos realidades
se mantiene abierta a toda inspiración e intuición y la Iglesia acoge a todo
creyente que con humildad acepte este misterio.
La religión es la expresión colectiva de lo religioso. En
una primera etapa se estructura como secta, donde los mitos, ritos, normas y
dogmas adquieren un sentido restringido. Se constituye en religión establecida
en una etapa más evolucionada, cuando incluye una pluralidad de culturas
distintas. Sólo cuando lo religioso proviene del mensaje evangélico, se puede
hablar de Iglesia. Pero para que la
Iglesia no regresione a ser una simple religión establecida,
con sus ritos, mitos, normas y dogmas firmemente establecidos, lo que supone
intolerancia y represión, debe ser fiel al evangelio y a la plena libertad de
las personas para pensar y decidir por sí mismas y expresar su fe.
La historia de la Iglesia y los fieles cristianos se ha
debatido entre dos polos: adherir al hijo de Dios o adorar a Dios el Hijo;
seguir a Jesús el maestro o militar bajo Cristo el Redentor; entregar
misericordia y compasión o ejercer imperio y dominio; sacrificarse
personalmente al prójimo u oficiar el sacrificio de Dios; amar al prójimo o
enjuiciarlo; ejercer la libertad personal o someterse al dictamen eclesiástico;
actuar por piedad personal o regirse por liturgia colectiva; aceptar el Sermón
de la Montaña o acatar el dogma eclesiástico. Estos polos han sido marcados por
las ideas de salvación y pecado; de perdón y juicio; de humildad y potestad. El
primer polo corresponde a la enseñanza de Jesús que conocemos a través de los
evangelios; el segundo, a la elaboración teológica de esta enseñanza según
parámetros de dominio por parte de cúpulas y antiguas tradiciones míticas
difíciles de olvidar.
El mismo imperio que el Mesías debía destruir, el
cristianismo lo transformó en la base del grandioso esquema de la Cristiandad.
Sin duda, la transformación de un cristianismo de mártires –que se hacían
crucificar, quemar y comer por leones hambrientos por no renegar de su adhesión
a su Dios– en un cristianismo imperial que dictaba la política de todo el mundo
conocido debió haber constituido una profunda y trascendental revolución
religiosa. El concilio de Nicea, en 325, convocado por el emperador
Constantino, proclamó la divinidad de Jesús. En esa época la cena del pan y el
vino se transformó en sacrificio divino y aparecieron los sacerdotes que la
oficiaban. Surgieron los sacramentos, que eran impartidos por los sacerdotes,
como medios necesarios de llevar la gracia divina a los fieles. El papado
emergió como la suprema autoridad de la Iglesia y con pretensiones de
constituirse en la suprema autoridad de la humanidad. Aparecieron los templos
sagrados para que los cristianos glorificaran a la Trinidad, la autoridad
eclesiástica enseñara la verdad revelada y todos comulgaran comiendo
efectivamente el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo Redentor en las formas
transubstancionadas de pan y vino.
El Concilio de Cartago, en 408, se desarrolló bajo la
poderosa influencia de san Agustín de Hipona, y se puede decir que inicia la
nueva era teológica en la historia del cristianismo que caracterizó a la Edad
Media. Esta teología, que incluso es muy fuerte en nuestros días en los
sectores conservadores, sintetiza ideas maniqueas, neoplatónicas y
veterotestamentarias. El ser humano se salva por su fe en Dios. Pero ésta, no
surge por su actividad intelectual, como era enseñado por los gnósticos, sino
que es un don divino. Nacido en el pecado de Adán y Eva, el ser humano no tiene
potestad salvífica alguna. Depende de la gracia divina.
El neoplatónico y maniqueo s. Agustín, tras una mala
traducción de un confuso pasaje en la Epístola a los romanos de san Pablo, “por
un hombre entró el pecado en el mundo...,” introdujo la idea del Pecado
Original y de la caída de la humanidad por la primera pareja mítica de seres
humanos, y de la necesidad de la redención de Cristo en la cruz. Una caída
original, que abarca al universo, requería una redención universal y absoluta,
y nada mejor para ello que el sacrificio del mismo Hijo de Dios en la cruz. La
triste, pecaminosa y negativa visión del universo salida de la mente de san
Agustín se encarnó profundamente en las enseñanzas de la Iglesia romana. El
sacramento del bautismo pasó a ser el sacramento indispensable para limpiar la
mancha del Pecado Original. La penitencia se constituyó en el sacramento que
borraba los pecados personales. El clero adquirió la potestad divina para
impartir estos sacramentos y se constituyó así en un poder político y social
que competía con el poder real.
La mecánica de la religión, en cuanto subestructura
cultural que persigue la subsistencia del grupo social, es contradictoria con
el mensaje de Jesús, que ubica la salvación en el reino de los Cielos, por
mucho que se sostenga que el reino de Dios ha llegado a encarnarse en nuestro
mundo tras la venida de Cristo, como lo expresó san Agustín en la La ciudad de Dios. Los dos milenios de
reverenciada tradición impiden renunciar a lo accesorio para liberar lo
esencial. La historia del cristianismo ha sido, no obstante, una permanente
tensión entre la religión y lo religioso. Ella se puede resumir en que mientras
cada creyente procura rescatar el sustento religioso de la religión, cada grupo
humano procura estructurar la religión en base de la experiencia religiosa. El
hecho del mensaje de Jesús es que es la persona individual, y no la sociedad,
quien está llamada a lo transcendente.
El impacto cultural del cristianismo y de la Iglesia ha
sido decisivo en la historia y ha moldeado la cultura occidental. Por una
parte, la Iglesia ha sido un instrumento muy eficiente de la propagación del
evangelio y referente de muchos venerables seres humanos que han vivido llenos
de santidad, humildad, piedad y amor fraternal. Por la otra, su hipertrofiado
cuerpo doctrinal, ritual y ético, muchas veces más que ayudar a los fieles a
seguir el camino de amor y fe, lo oculta entre vetustos e intrincados dogmas,
ritos y cánones, dando a entender que quien adhiere plenamente a éstos es un
fiel cristiano, merecedor de la salvación eterna, lo cual es justamente lo
contrario de las enseñanzas de Jesús.
3. Jesús y lo transcendente
La llegada de lo transcendente
La importancia de Jesús en la historia humana se resume
en que, primero, él es el ungido divino para representar la humanidad ante
Dios, segundo, él anunció a los seres humanos la existencia de un reino de Dios
y, tercero, por su medio Dios invitó a todos los seres humanos a pertenecer a
este Reino del más allá. Jesús es en consecuencia el hito más importante de la
historia de la humanidad, habiendo surgido en la conciencia colectiva de que
una nueva era de la humanidad había nacido justamente con él. Jesús habría sido el hombre señalado por Dios
para proclamar un mensaje: todo ser humano, criatura racional, ha sido invitado
por Dios para compartir su gloria en una existencia eterna y trascendente;
además, esta existencia puede comenzar de manera embrionaria aquí y ahora. El
meollo de su mensaje lo podemos encontrar en el Evangelio de Marcos: “El tiempo
se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. Cambien sus corazones y crean en
la buena nueva”. En el medio judío de su época el ‘tiempo que se ha cumplido’
es escatológico, y de ningún modo puede ser considerado como apocalíptico.
Sólo una verdad cae en el ámbito de la revelación divina,
si así se puede decir, y es la que Jesús dijo acerca del reino de Dios y sobre
cómo acceder a éste. Él nos habló en parábolas para referirse a esta verdad,
pues relataba una realidad, no sólo desconocida, sino que enteramente inasible,
sobre la cual no existen experiencias en este mundo, y el intelecto humano no
tiene la capacidad de comprensión. Nuestra experiencia y nuestra razón no nos
entregan algún antecedente para referirnos a una existencia fuera de nuestro
universo. Sin embargo, eso es precisamente lo que se puede derivar de la
lectura del Evangelio acerca del reino de Dios.
Jesús no predicó ni a Dios ni a sí mismo, sino que
predicó el reino de Dios para decir dónde y cómo los seres humanos podemos
encontrar a Dios, que es lo mismo que decir dónde y cuándo encontrar el sentido
y el destino de la existencia plena. En este sentido él describió a Dios, no
como un ser castigador, vengativo, irascible, sino que como un padre bondadoso,
misericordioso y amoroso, anunciando a los seres humanos la existencia de un
reino de Dios, invitando por su medio a todos los seres humanos a pertenecer a
este Reino. La unción por agua de Jesús hecha por Juan el Bautista, según los
Evangelios, fue la elección de Dios para constituirlo en su palabra, lleno de
gracia y verdad (Jn 1,14). Desde el punto de vista de la evolución del universo
y de la evolución biológica el destino de los seres humanos era morir después
de vivir, tal como ocurre con todos los animales, terminando definitiva,
irreversible y radicalmente sus existencias. En cambio, Dios, a través del
anuncio de Jesús, quiso regalar una existencia plena y eterna a quienes fueran
justos y bondadosos con sus semejantes y respetuosos con la naturaleza.
Según se podría entender reino de Dios este difícil
concepto significaría que existe un “ámbito” para “existir” en la “ámbito” de
Dios. Dios invita a toda persona a esta existencia, y una persona entra al
Reino si desde su conciencia profunda acepta la invitación y se transforma. La
implicancia es que Dios se constituiría en el centro de interés y en la
finalidad última de la acción intencional de la persona; el sentido de la vida
de una persona se haría pleno aceptando el llamado de Dios para pertenecer a su
Reino. Jesús predicó que el reino es de Dios y que una persona, al aceptar
libremente la invitación divina, ingresaría al Reino ya en su vida terrenal,
aunque de modo muy embrionario. En esta perspectiva, al centrar la existencia
personal en Dios, siguiendo el modelo de vida de Jesús, un ser humano
establecería una relación de amor y justicia con los seres humanos y de
comprensión y respeto con la creación. De Dios Jesús nos dijo sólo que es un
padre siempre bondadoso y misericordioso que está siempre preocupado de cada
uno de nosotros con un amor sin límites. El Dios de Jesús no es el objeto de la
mortificación y la humillación, sino que es objeto de alegría para los seres
humanos, sintiendo enorme gozo y disfrute. No es un ser justiciero, sino que es
un padre amoroso. Jesús niega un Dios amenazador, que rechaza al perdido, que
recompensa según los méritos. El Dios de Jesús es misericordioso y bondadoso
como el mejor padre posible, siendo todos nosotros hijos de Dios y hermanos de
Jesús. El Dios de Jesús y el de los fariseos se excluyen mutuamente.
El reino de Dios se hace presente en esta vida, no
mejorando las condiciones de vida, sino que asumiendo estas condiciones, aunque
sean extremadamente duras y precarias; da sentido y significado al ofrecer la
paternidad divina al desvalido y prometer la vida eterna en el Paraíso. El
reino de Dios se hace presente en la vida de la persona cuando ésta acepta su
propia realidad y su propia herencia de ser una criatura sujeta a la naturaleza
del universo. El reino de Dios puede estar en la persona más desvalida,
miserable, agobiada, desprotegida, rechazada, fracasada y sufriente. De hecho,
es más probable que esta persona tienda su mirada a Dios para su salvación.
Los textos más importantes del Nuevo Testamento son los
sinópticos, y lo central en ellos es la idea de reino de Dios. Jesús explicaba
en parábolas y todas ellas, sin excepción se refieren al reino de Dios, aunque
no se exprese explícitamente. El reino de Dios tiene que ver con la vida y la
libertad de los seres humanos. Precisamente, de esta enseñanza proviene el
desarrollo conceptual de los derechos humanos en el ámbito político. Este
mensaje está dirigido a los pobres, los indignos, los hambrientos, los
enfermos, los desvalidos, los sometidos, los que sufren. También precisamente
de allí nace en el ámbito político el anhelo por la democracia. La prédica de
Jesús dignifica a los seres humanos y les confiere sentido pleno a sus vidas. No
es sin embargo una doctrina sociopolítica destinada a mejorar la calidad de
vida de la gente. Pero respondía y responde siempre a los anhelos humanos más
profundos. Promete una existencia eterna en plenitud, siendo la muerte un paso
necesario para ésta.
La noción tradicional acerca del mesianismo hizo
confundir la noción de reino de Dios, confiriendo a Jesús una misión ajena a su
intención. De ahí que se llegara al absurdo de suponer que la misión de Jesús,
investido como el Mesías, fuera para establecer el orden divino en el mundo,
distinto de las leyes naturales, suponiendo que la redención se puede aplicar
al orden social para establecer la paz, la justicia y la solidaridad y eso
llamarlo ‘reino’ de Dios. Su atributo de Mesías no puede ser el concepto fuerte
que tenían los judíos de ser un liberador del pueblo de Israel. Sería más bien
un Mesías que porta un mensaje de liberación de la muerte al hombre y la mujer
de fe, al justo, al humilde, al caritativo, de cualquier época, raza, credo,
lugar, para ser acogido en el reino de Dios.
El Evangelio no promete la paz en el mundo, tampoco el
derrumbamiento y el reemplazo de los sistemas de poder por un nuevo orden
social de justicia. Tal objetivo lo prometía el mesianismo judío por el cual el
pueblo de Israel impondría su justicia sobre las otras naciones. En cambio, el
reino de Dios, no es el lugar de los justos y los pecadores (Mt.19, 27-29),
sino que es sólo el lugar de los justos. Jesús no murió sacrificado por la
redención del pecado Original de los hombres en cuanto pueblo. No estuvo en su
intención legislar para hacer una sociedad más justa y alterar el orden natural.
Su prédica en torno al amor al prójimo no tuvo por objetivo hacer buenos
ciudadanos, sino subrayar que mi hermano también ha sido invitado al reino de
Dios y mi deber es asistirlo, sea cual sea su situación. La justicia social
debiera ocurrir como consecuencia natural de ciudadanos que son seguidores de
las enseñanzas de Jesús, pues centrar la vida en Dios produce un cambio radical
en una persona, de anteponer un compromiso con el prójimo a su preocupación
natural por su propia supervivencia. El llamado de Jesús se aplica a la
capacidad de estructuración, no de la sociedad ni de algún pueblo determinado,
sino de la persona individual, y a través de esta conversión sería posible
lograr una sociedad más justa. La conciencia de los derechos humanos y la
democracia ha surgido sin duda alguna de las ideas y la práctica del evangelio
de justicia e igualdad.
Sin duda alguna el considerar también entre estos
derechos humanos la “propiedad privada” (no la propiedad personal) es la causa
principal de las divisiones sociales y las angustias humanas que aquejan a
nuestra sociedad. Probablemente, la profetizada y apocalíptica Segunda Venida
de Cristo, que sería la llegada del Mesías para los judíos, para inaugurar el
Milenio o era dorada será también para abolir el injusto privilegio de la
propiedad privada.
El objeto de lo transcendente
El destinatario del mensaje de Jesús es el pequeño, el
humilde y quien llega a salvarse es quien tiene un corazón humilde, se
considera a sí mismo pequeño frente a Dios y posee la ingenuidad propia del
niño para relacionarse con Dios. Lo que distingue este novedoso mensaje es que
no se dirige a pueblos, como fue el caso de Isaías, Ezequiel, Elías y los demás
profetas, sino que directamente a personas. El mensaje es entendido por un
individuo cuando se transforma en persona, es decir, ejerce acciones
intencionales y concibe lo transcendente. La persona se salva cuando se
convierte personalmente al mensaje. De ahí que invita a todos los seres humanos
a entenderlo, apelando únicamente a la libertad personal de cada cual.
Jesús confiere un decisivo valor a la libertad personal,
valor que tradiciones de la teología eclesiástica, en especial la agustina, no
da, seguramente por la fidelidad al Antiguo Testamento. A partir de la
necesidad del pueblo de Israel de destacar el poder de su dios, se rebajó
recíprocamente el valor del ser humano hasta llegar a suponer que nada bueno
puede emanar del este ser tan perverso. Esta misma idea pasó de san Pablo a los
Padres de la Iglesia, llegando a su extremo en san Agustín. Para explicar la
acción salvífica gratuita divina este complejo personaje, que tanta influencia
ha tenido en la historia de la Iglesia, supuso que el ser humano está tan
corrompido después del Pecado Original, que nada en él puede ameritar o
contribuir a su salvación.
Imbuidos en esta teología que supone que la humanidad es
intrínsecamente pecadora y perversa, y ha sido toda ella condenada por el
Pecado Original, existe una incomprensión absoluta de Jesús y su mensaje. Esta
teología no logra entender que Dios, a través del anuncio de Jesús, quiso
regalar una existencia plena y eterna a quienes decidieran reconocerlo,
glorificarlo y actuar consecuente con ello. Estas acciones humanas provienen
exclusivamente de su propia libertad y son necesariamente salvíficas, es decir,
que sin ellas una persona no se salva. Una acción glorificadora de Dios por
parte del ser humano debe necesariamente partir de su libertad personal y no de
su perversidad intrínseca, como supuso el obispo de Hipona. El hecho de tener
la capacidad para responder a la invitación divina, gratuita y salvadora para
participar del Reino de Dios se traduce en una acción libre y también salvadora
por parte del ser humano. Justamente, la negativa por parte de alguna persona a
la invitación al banquete que hace Dios es una acción que emana de la libertad
de la persona y no a su supuesta perversión. En la salvación participan tanto
Dios como la persona. Si la persona no responde o si su respuesta es negativa,
no hay salvación posible.
El punto clave de las enseñanzas de Jesús fue hacer
accesible una nueva y maravillosa dimensión a los seres humanos, que para la
estructuración natural del universo es imposible: el acceso a la gloria de
Dios. Contrariamente a lo esperado por los judíos –la salvación inmanente del
pueblo elegido–, Jesús predicó la salvación personal y trascendente a todos
los seres humanos. Por lo tanto, el acento de la misión de Jesús no debe
colocarse en su mesianismo ni en su supuesta divinidad, pero sí en la apertura
de la transcendencia personal. Esta enseñanza es plenamente evidente tras la
lectura de los evangelios, los que deben leerse con el mismo espíritu de un san
Francisco de Asís, una santa Teresa de Ávila, una Madre Teresa de Calcuta y de
tantos otros venerables seres humanos que por su misma humildad no ocupan
lugares en los altares.
Es congruente la argumentación acerca de que el ser
humano es el vástago de una ascendente evolución biológica que adquirió la
capacidad para tener conciencia de sí y la posibilidad para estructurar una conciencia
profunda, desde la cual llega a percibir una trascendencia a la que puede
honrar, desear y cultivar. El sentido de su conocimiento y acción se vería
frustrado sin la intervención divina que le tendiera un puente. En efecto, la
vida natural de un ser humano transcurre, como la de cualquier otro animal, con
una mezcla de gozos y sufrimientos, de buena y mala fortuna, de logros y
fracasos, de heroísmo y cobardía, de buenas y malas acciones, pero en la que
prima el deseo de vivir. Sin duda, al término de su vida, haciendo un balance
entre lo positivo y lo negativo, un ser humano podría darse por satisfecho el
haber vivido, por muy miserable que haya sido su existencia. No obstante, según
entendemos el mensaje de Jesús, Dios quiso darle a cada ser humano, sin
excepción, la oportunidad de una existencia gloriosa y eterna, pero bajo dos
condiciones indispensables: primero, que lo desee y segundo, que lo amerite, es
decir, que convierta su existencia en justicia y bondad. Y el ameritarlo es una
consecuencia del desearlo responsablemente.
El ser humano no necesita de un alma, y menos de un alma
inmortal, para ser explicado biológicamente. En consecuencia, los sistemas de
pecado, infierno y dualismo de bien y mal no son sostenibles en esta
concepción. Por el contrario, las acciones humanas más naturales responden a la
satisfacción de sus instintos de supervivencia y reproducción. Incluso toda la
economía, la ética y la política encauza dichas acciones desde la perspectiva
social. El mensaje de Jesús es una invitación a una “vida” en una dimensión que
transciende los parámetros propios del universo material de espacio-tiempo.
Jesús hace un llamado explícito a la persona para que se libere del
condicionamiento genético que la impulsa a actuar en procura de su propia
supervivencia. Afirmó: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien
perdiera su vida por mí (en razón de mi enseñanza), la salvará”, y tal es la
clave de su mensaje, que es una invitación a una dimensión transcendente que
necesariamente se impone sobre el determinismo biológico que estimula al
individuo a actuar en procura únicamente de su supervivencia y reproducción.
En cuanto la religión tenga por finalidad la subsistencia
del grupo social a través de incentivar el cumplimiento de normas y ritos, no
responde precisamente a la invitación de Jesús a cada persona. Jesús fue ajeno
a tales objetivos, pues no sólo la vida propuesta por él es una renuncia a la
vida natural en cuanto se oponga a su invitación, sino que la realización plena
de su invitación ocurre después de la muerte biológica de la persona. Jesús
sería efectivamente el Cristo, el ungido de Dios, y el Mesías, el salvador,
pero no para la solucionar nuestras dificultades de supervivencia y
reproducción, ni menos la de la subsistencia y el desarrollo de la estructura
social, que son objetos de la tecnología y la política, sino que para hacernos
accesible una vida que transciende nuestra propia vida natural. Toda persona,
incluso la del origen más humilde, la más miserable en fortuna, la más enferma
y limitada, es un invitado de honor al banquete de Dios. Según el evangelio los
ricos y poderosos son aquellos que más provecho obtienen del mundo, pero que
más dificultades tendrían para aceptar tal invitación.
Así se puede afirmar que la muerte de Jesús en la cruz no
fue para redimirnos a causa de la ofensa de la primera pareja de seres humanos,
según lo ha interpretado tradicionalmente la Iglesia a partir de san Pablo. La
salvación no es un estado de existencia que se recupera a través del sacrificio
del Cristo, el Dios encarnado, en la cruz tras el pecado y posterior castigo de
Adán y Eva. El ser humano no fue creado perfecto, a imagen de Dios, ni
posteriormente sufrió una caída por la cual mereció la muerte y el sufrimiento
para toda la descendencia. Es probable que la pasión y la muerte de Cristo en
la cruz tenga mucho menos significado que el que se le ha dado desde san Pablo:
reeditar el antropológico mito estereotípico sobre que en el origen del ser
humano hubo un estado de armonía y paz, que fue perdido por su propia acción, y
que ese mismo estado será recuperado al final.
La concepción a partir de lo que la ciencia ha
descubierto es radicalmente distinta, pues destruye el mito del eterno retorno.
Por el contrario, de lo descubierto se puede inferir una dirección a una mayor
estructuración a partir de un comienzo primordial simple. Debemos pensar que si
hubo un acto de redención en la cruz, se estaría indicando la voluntad divina
de hacer participar de su gloria eterna a este ser inteligente, con capacidad
para estructurar su conciencia y ejercer acciones morales, con posteridad a su
muerte biológica y siempre que tal ser sea justificado por dicha voluntad. En
verdad, Jesús fue crucificado por la religión establecida, que pretendía
poder, riqueza y dominio, porque él predicaba la renuncia de uno mismo para
acceder al reino de Dios: “el que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8,34).
La revelación en el Evangelio de Jesús
El Evangelio de Jesús se centra en unos tres temas: 1º
Opuesto a la concepción del Yahvé castigador de los israelitas, Jesús afirma
que Dios es tan bueno y misericordioso que lo llama Padre. 2º Como maestro, pide
a sus seguidores vincularse en el amor y que incluso amen a sus enemigos. 3º
Anuncia que existe un Reino de vida plena y eterna, al que todos están
invitados y se accede aceptando la invitación y convirtiendo su corazón.
Siguiendo la tradición profética de Isaías, Jesús había proclamado un
revolucionario mensaje de amor y fe, de acción y contemplación, de libertad y
alabanza, de sacrificio y esperanza, de afirmación y humildad, de acción y
piedad, proclamando la misericordia divina para los humildes de corazón y
pregonando el reino del Dios en el “más allá”. El punto que se debe discutir es
¿cómo Jesús conoció esta verdad?
La afirmación que exista una verdad revelada por Dios es
contraria a nuestra experiencia sensible. Si una verdad es una proposición
intelectual que tiene correspondencia con alguna cosa o situación de la
realidad, entonces no existe ninguna proposición que Dios nos haya enseñado. Por
una parte, sabemos que el modo humano de conocer es exclusivamente por la
experiencia, lo cual rechaza cualquier tipo de inspiración y sabiduría
infundida o revelada, y la certeza se obtiene empíricamente. Por la otra Dios
es silencioso y solo se manifiesta a través de las leyes naturales que Él
instituyó. La verdad sobre cualquier materia es un logro humano; las verdades
han ido surgiendo penosa y paulatinamente en el curso de la historia desde los
albores de la humanidad y se han ido perpetuando a través de la crítica, la
cultura y sus instrumentos. Algunos perturbados pretenden tener revelaciones
que usan para apoyar sus creencias y sostener el consecuente dominio sobre los
demás. El mito, que es un recurso fácil para interpretar las complejidades de
la realidad, se encarga, por el contrario, de empañar y oscurecer la verdad.
Sin embargo, en las últimas décadas, junto con la
revolución de las comunicaciones que traspasan las exigencias editoriales, nos
estamos enterando de la existencia de la inusitada posibilidad de comunicación
con el más allá y no sólo a través del ya conocido espiritismo y sus médiums.
Actualmente, numerosos testimonios de “experiencias cercanas a la muerte” (ECM)
y “experiencias fuera del cuerpo” (EFC) o “desdoblamiento astral” atestiguan
este conocimiento extra sensorial o paranormal.
El único conocimiento más allá de la experiencia sensible es el raro don
del conocimiento parapsicológico, que es un fenómeno que no está en la
capacidad de la ciencia poder validar. De este modo, la verdad que Jesús proclamó
acerca de Dios y su Reino cae en el ámbito de la revelación y voluntad divinas.
Él nos habló en parábolas para referirse a esta verdad, pues relataba una
realidad no sólo desconocida, sino que enteramente inasible, sobre la cual no
existen experiencias, y el intelecto humano no tiene la capacidad de comprenderla.
En consecuencia, nuestra tesis es tan sencilla como
acientífica: Jesús pudo haber tenido conocimiento de Dios y su Reino a través
del fenómeno paranormal de la EFC. Si supusiéramos que la revelación divina a
personajes bíblicos como Abraham, Moisés y profetas israelitas y de otras
religiones no son tan solo leyendas y sostuviéramos además que las EFC son
efectivamente fenómenos reales que traspasan nuestro universo material para
conocer el universo espiritual, podríamos avanzar una teoría sobre el origen de
las enseñanzas de Jesús que están relacionadas con lo divino. Esta teoría de lo
paranormal o parapsicológico señalaría que Jesús tuvo EFCs que lo llevaron
incluso a través del “viaje por el túnel” hasta experimentar la luz y conocer
la bondad y misericordia divina y su reino de amor y plenitud, para luego
retornar al mundo. Sería una forma razonable para explicar la verdad de su
evangelio, aunque de ninguna manera sería científica, ya que la ciencia no
reconoce lo paranormal como objeto de su estudio por no pertenecer al universo
material y sensible.
4. Lo humano y lo divino
Los orígenes
Desde la aparición del homo sapiens en las costas
orientales de África, hace más de 120.000 años atrás, y su característica
específica de pensamiento racional y abstracto y, por tanto, conciencia de sí
mismo que le permitía conceptualizar la realidad de su entorno, actuar
intencionalmente y crear lenguaje, dejando irreversiblemente de ser bruto,
nuestros primitivos antecesores pudieron comprender que en el medio donde
nacían, vivían y morían existían fuerzas poderosas y determinantes que afectaban
poderosamente su supervivencia. Puesto que no lograban entender el origen de
estos arbitrios, les fue natural concluir que ciertas entidades en la
naturaleza poseían voluntad e intereses propios. Debieron reconocer un orden
animista que explicaría el funcionamiento de estas poderosas fuerzas. Si tan
solo se pudiera llegar a una armonía o transacción con estos poderes que se
podían hasta deificar, como la tormenta, la caza, la enfermedad, se podría
probablemente conseguir su favor a través de ofrendas y sacrificios, rogativas
y expiaciones. El esquema, que sigue vigente en los pueblos primitivos
contemporáneos, de conferir personalidad divina a ciegas fuerzas de la
naturaleza tuvo relativo éxito para intentar comprender una confusa realidad y
hacerla partícipe en sus afanes de vida. Lo que aparecía evidente a sus ojos
fue la distinción entre lo humano, la naturaleza y lo divino en ésta. El
intento de divinizar fuerzas naturales iba en la dirección correcta.
Efectivamente, éstas emanan de la energía cuyo origen es divino.
Tras centenas de milenios la precaria heredad nuestros
antepasados fueron evolucionando favorablemente hasta que adquirieron el
conocimiento técnico para cultivar plantas y domesticar animales, asegurando
una cierta abundancia de recursos alimenticios y aliviándolos en la dura tarea
de la supervivencia. Habían dado un salto importante en el dominio del medio y logrado
liberar el tiempo dedicado a un permanente esfuerzo para procurarse alimentos.
De este modo, aisladas y antagonistas tribus se unificaron en pueblos y algunos
individuos pudieron dedicarse a desarrollar artesanías y al comercio afín para
satisfacer las nuevas demandas que el modo de vida agrícola-pastoril iba
requiriendo. Los registros de las transacciones comerciales demandaban formas
que perduraran más que la memoria y superaran el subjetivismo, lo que originó
la escritura. Pronto se comprobó que este invento servía también para relatar
historias y leyendas y formular leyes. Mediante la escritura era posible
expresar ideas más abstractas que dieron origen a la teología y la filosofía.
Surgieron las religiones monoteístas fundadas en textos que no tardaron en
sacralizarse. También nacieron intentos muy serios por descubrir la verdad más
profunda.
El caos y la unidad
La adoración a Dios es el objetivo manifiesto de toda
religión, aunque tras éste se encubre habitualmente el propósito de poder y
riqueza. También, como objetivo, la religión se arroga la autoridad sobre la
moral y cimienta la identidad nacional de un pueblo. Otro objetivo debiera ser
descubrir la verdad y no actuar con engaño, pero, considerando que el punto de
partida es usualmente el mito, es muy difícil de obtener sin caer en el
dogmatismo.
Desde siempre la humanidad ha concebido la realidad como
un mundo desordenado y caótico que arbitrariamente afecta la totalidad de la
existencia. En la práctica la necesidad de supervivencia en un medio
conflictivo, confuso e inesperado ha exigido de los seres inteligentes mucha
cautela y también mucho aprendizaje. Más bien, tanto la cautela como la capacidad
para aprender confieren mayores oportunidades para la supervivencia. De hecho,
este ambiente que mezcla los peligros con las oportunidades ha sido el acicate
para que la inteligencia haya evolucionado, permitiendo a estos organismos
mejores posibilidades de supervivencia y reproducción. En los seres humanos, y
más precisamente en la genética de la cognición de nuestra especie, el
mecanismo de selección natural que busca una mejor adaptación al ambiente, que
es la evolución biológica, implantó además el anhelo por el orden y la unidad
como medio para discriminar el caos. Conocer es conceder racionalidad a una
realidad que se presenta caótica.
En Occidente la concepción de una realidad identificada
con el caos fue asumida sin crítica alguna por los pensadores griegos,
englobando lo caótico dentro de lo múltiple en el espacio y lo mutable en el
tiempo, mientras se la opuso a una razón ordenadora y unificadora. Ellos
seccionaban así el mundo en dos realidades distintas: la realidad sensible del
objeto inteligible, sometida al caos y el desorden, y la realidad racional del
sujeto cognoscente, propio de las ideas eternas e inmutables. A causa de la
desconfianza que merecía la realidad sensible como fuente de certeza, se creyó
que la idea es posible sólo a través de la actividad de la razón. En gran
medida la polémica histórica fundamental de la filosofía ha radicado en si las
ideas tienen o no existencia propia, en si son o no independientes de la razón,
en si son o no anteriores a la experiencia sensible, en si son o no de
naturaleza distinta al mundo sensible, en si preexisten en la razón y, por
tanto, son innatas, en si provienen primeramente de la realidad sensible,
siendo abstraídas por la razón, en si se refieren a muchas cosas o a cosas
estrictamente individuales, en si son o no verdaderas representaciones de las
cosas, en si se puede derivar de ellas conocimiento ulterior. Idealistas,
realistas, nominalistas, racionalistas, positivistas, empiristas,
fenomenológicos, existencialistas, empiristas lógicos, analíticos, han
defendido denodadamente una u otra postura.
El problema discutido no es menor, pues se refiere a la
naturaleza tanto del sujeto que conoce como del objeto que conoce, y apunta por
consiguiente a cómo concebimos la naturaleza y la existencia de Dios, de los
seres humanos y del universo y sus cosas. En relación a lo divino han surgido
una cantidad de posturas teológicas: el ateísmo es la no creencia en deidades u
otros seres sobrenaturales; el agnosticismo es la creencia de que los valores
de verdad de la existencia o inexistencia de alguna deidad o el más allá son
desconocidos o inherentemente incognoscibles; el deísmo acepta la existencia de
Dios a través de la razón, pero no de la fe, y niega la intervención divina en
el mundo; el teísmo es la creencia en un creador del universo que está
comprometido con su mantenimiento y gobierno; el panteísmo es la creencia que
el universo y Dios son uno solo; el panenteísmo es la creencia que el universo
está contenido en Dios, pero éste a su vez es más grande que el universo; el
apateísmo es la creencia que las pruebas de la existencia de Dios son
irrelevantes...
La revolución científica ha llegado a ser un nuevo
paradigma del conocimiento y uno muy revolucionario. Mediante el conocimiento
de las relaciones de causa-efecto y la generación de las relaciones ontológicas
y lógicas, el ser humano ha adquirido un notable dominio sobre el hostil, pero
también generoso medio. Estas relaciones apuntan hacia una realidad que puede
ser comprendida, porque ésta posee intrínsecamente un orden y una unidad. De
este modo, a la realidad aparentemente caótica nuestro intelecto le puede
imponer orden, en el sentido de inmutabilidad y unidad, si ha de ser conocida,
sometida y dominada. La ciencia ha superado el dilema epistemológico acerca de
si la caótica y desordenada realidad posee un orden y una unidad que pueden ser
conocidos, o dicho orden y unidad pertenecen a nuestra razón. Se puede concluir
que la realidad misma es caótica tan sólo en apariencia, pero que detrás de
aquello que aparece, existe no sólo un orden, sino que también una gran unidad.
El orden y la unidad pueden y deben ser descubiertas, ya que todas las cosas en
la realidad no sólo se relacionan ontológicamente, sino que, principalmente, de
maneras causales y en formas muy determinadas, fruto de leyes naturales de
carácter universal, y pertenecen a distintas escalas incluyentes.
Desde el punto de vista de la relación causal, objeto del
estudio de la ciencia, podemos observar precisamente que en los fenómenos que
se dan en el universo la multiplicidad no es efecto de la mutabilidad, ni ambas
son causas del desorden y el caos. En primer término, la materia posee una
capacidad intrínseca para ordenarse y organizarse en una multiplicidad
ilimitada de estructuras, las que poseen a su vez la capacidad para desempeñar
funciones de acuerdo a posibilidades muy determinadas y concretas. En segundo
lugar, la mutabilidad es explicada por la acción de fuerzas que no son
impredecibles ni arbitrarias, sino que están sujetas a leyes deterministas y
universales. Estas obligan a las cosas a funcionar y a comportarse de maneras
muy determinadas. Por último, las cosas del universo existen porque tienen
coherencia, y son coherentes porque son precisamente funcionales; y nuestra
mente, por su parte, es coherente porque trata con cosas que son coherentes y
no caóticas. Por lo tanto, para la ciencia el caos que observamos en la
realidad sensible es sólo aparente. Por el contrario, la realidad de nuestro
universo contiene solamente orden y unidad si logramos realmente comprenderlo.
Nuestro intelecto necesita conocer únicamente las causas que relacionan las
múltiples cosas de nuestro universo para comenzar a entender su ordenamiento y
unidad. Afortunadamente, la infinidad de relaciones causales pueden ser asimiladas
a un número determinado de fuerzas que han llegado a ser conocidas y definidas
y para la cual poseen teóricamente una unidad primordial. La relación causal
produce en el universo la simetría, la elegancia y el equilibrio que cautivan y
deleitan al científico cuando observa la realidad desde la dimensión
microscópica hasta la dimensión microscópica.
La contradicción clásica entre lo uno y lo múltiple que
dio origen a los diversos sistemas filosóficos que conocemos, puesto que éstos
emergieron precisamente como modos de superarla, no tiene sentido alguno para
una filosofía que se fundamente en la ciencia. Para ésta, la unidad no le viene
al ser ni por su esencia ni por la imposición de ésta por el sujeto que conoce.
Por el contrario, las cosas poseen unidad por sí mismas. Ésta no les viene a
las cosas primariamente por el ser, que es un concepto más bien abstracto y a
posteriori, sino que ella proviene fundamentalmente porque las cosas son
esencialmente estructuras y fuerzas que funcionan en las distintas escalas
del universo, afectando cada una de ellas en la medida de su funcionalidad a
otras cosas. Esto es, las cosas del universo tienen unidad en sí mismas por
origen, funcionamiento y composición.
La existencia de Dios
Famosas son las cinco pruebas de la existencia Dios de
Santo Tomás de Aquino en su Summa
Theologica, conocidas como las quinque
viæ y que se podrían resumir de la siguiente manera:
1º
Primer motor: todo lo que se mueve (o cambia) es movido por un motor en una
secuencia que no puede ser infinita, por lo que el primer motor sería Dios.
2º
Causa eficiente: nada existe por sí mismo, requiriendo una causa eficiente para
existir en una serie que no puede ser infinita, por lo que la primera causa no
causada sería Dios.
3º
Posibilidad y necesidad: todo ser es contingente (finito) pudiendo existir y
dejando en un momento dado de existir, siendo absurdo que nada pudiera llegar a
existir, por lo que debe haber un ser que necesariamente debe existir, causar
la existencia de otros y que sería Dios.
4º
Gradación del ser: todos los seres son más o menos buenos, verdaderos, nobles,
teniendo como referencia en cada género la perfección cuya causa sería Dios.
5º
Diseño: todos los cuerpos naturales (que no poseen inteligencia) no actúan al
azar pero por diseño tienen una finalidad (causa final), debiendo esta
finalidad exigir una inteligencia que los guíe y que sería Dios.
Estas pruebas responden a la cosmología y la filosofía
aristotélicas, que no pudieron sostenerse después de la revolución científica
que no valida las cuatro causas de Aristóteles surgidas de la artificiosa
distinción entre forma y materia. La ciencia se fundamenta en las relaciones de
causa-efecto mediante el traspaso de energía. Por otra parte ella postuló el Big
Bang, que resultó ser una excelente prueba cosmológica de la existencia de
Dios. Así, Dios debió haber sido el “motor”, “causa eficiente” o “eternamente
existente” que le dio origen. En la visión cosmológica del universo, en el
extremo de mayor magnitud de las escalas, los astrónomos y astrofísicos
concluyen a partir de determinadas evidencias que el universo está en
expansión. Esta conclusión que revolucionó la cosmología del siglo XX lleva a
señalar que si el universo está efectivamente en expansión, debió haber tenido
entonces un comienzo.
La historia de esta concepción comenzó en 1922. Empleando
la teoría general de la relatividad de Einstein, Alexander Friedmann
(1888-1925) predijo la posibilidad de una explosión al inicio del universo a
partir de un denso núcleo de materia. En 1927, conforme a las ideas matemáticas
de Friedmann, el abate Georges Lemaître (1894-1966) propuso un modelo para una
teoría cosmológica de la expansión del universo, postulando un estado inicial,
que él llamó “huevo cósmico”, en el que la materia estaba constreñida en un
espacio tan pequeño y denso como ello fuera posible. En 1928, Howard P.
Robertson (1903-1961) midió la luz de las galaxias y encontró que aquellas más
lejanas son más rojas, es decir, la longitud de onda de la luz proveniente de
estrellas de distantes galaxias es más larga que la de la luz emitida por los
mismos átomos en laboratorios terrestres o por estrellas similares (las
cefeidas) de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea. Al año siguiente, Edwin P.
Hubble (1889-1953) concluyó que el creciente corrimiento al rojo en el espectro
de la luz emitida por galaxias cada vez más lejanas es debido al efecto
Doppler-Fizeau, lo que significa que, mientras más lejana se encuentre una
galaxia, ésta viaja más velozmente, de modo que las galaxias se alejan unas de
otras a una velocidad proporcional a sus distancias. En la década de los años
treinta George Gamow (1904-1968) acuñó el ahora popular término Big Bang (la
"gran explosión") para designar el inicio explosivo del universo a
partir de una ironía del astrónomo Fred Hoyle (1915-2001), quien rechazaba tal
teoría.
Adicionalmente, si imagináramos a un observador, que
sería Dios, que estuviera instalado en el mismo Big Bang mientras el universo,
que sería una esfera que lo tuviera al como su centro y que se expande
radialmente a la velocidad de la luz, podríamos aseverar desde el punto de
vista de la teoría ‘especial’ que el tiempo para dicho observador se habría
alargado tanto que no habría transcurrido ni una mínima fracción de segundo
desde el comienzo del universo, y la distancia se habría reducido a cero, como
si el Big Bang fuera la base de un tronco que sostiene la inmensidad del
universo y que le confiere unidad mediante una gigantesca relación de causa-efecto.
Además, su propia manifestación estaría presente en todo el universo. El túnel
que encuentran quienes tienen ECM podría ser el rapidísimo viaje desde la
periferia del universo hasta su centro.
Se calcula que el Big Bang, del cual se originó el
universo entero, ocurrió hace unos 13 mil setecientos millones de años atrás y
consistió en la instantánea conversión en materia a partir de una energía
infinita que estaba contenida en un punto atemporal y adimensional. Entonces,
Dios cuantificó la energía primordial contenida en Sí mismo. Desde entonces el
universo se ha venido expandiendo constantemente a la velocidad de la luz,
originándose el tiempo y el espacio a causa de la interacción de la materia.
Adicionalmente, Dios le dio a la energía que Él contenía el código de las
partículas fundamentales, de las cuales derivaron las leyes naturales, que los
científicos se afanan en descubrir y llevarse los honores y los premios como si
fueran sus creadores, pero que apuntan a probar su misma existencia. Gracias a
este código, la materia ha ido evolucionando desde las partículas fundamentales
masivas y de cargas eléctricas, en una creciente complejidad, hasta el mismo
ser humano. Por último, para recalcar su existencia, de Dios depende la unidad
de todo el universo, ya que, como podemos observar, todas las cosas del
universo tienen un origen común, están constituidas por el mismo tipo de
partículas fundamentales, se pueden transformar unas en otras, se afectan
causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren
energía entre sí, existen en campos de fuerza comunes, se comportan de acuerdo
a leyes universales que les son comunes y basadas en el modo específico de
funcionamiento de las fuerzas y estructuras.
La ascética y la mística
Más allá de la religión y en lo profundo de lo religioso
(la religión pertenece al ámbito de la conciencia de sí y es colectiva; lo
religioso pertenece al ámbito de la conciencia profunda y es personal), muchos
seres humanos han querido retirarse del mundo para acercarse a lo divino. La
mística es un tipo de experiencia o conciencia, muy difícil de alcanzar, en que
durante la existencia terrenal se intenta salvar el abismo entre lo humano y lo
divino, llegándose a una unión directa y temporal del alma con el Absoluto, el
Infinito o Dios. Entonces se obtenien visiones o éxtasis místico que
corresponden a una plenitud y conocimiento caracterizados como inefables. Dios
se une a su criatura y le revela un conocimiento y le transmite una felicidad
sin límites. Está relacionada con la santidad y en el caso del cristianismo
puede ir acompañado de manifestaciones físicas paranormales, como los estigmas,
la bilocación, la levitación y la percepción extrasensorial. Para Schopenhauer (El mundo de la Voluntad y la Representación, Vol. II, Ch. XLVIII)
el místico se opone al filósofo por el hecho que éste comienza desde dentro,
mientras que aquél comienza desde fuera.
El misticismo es común a las religiones principalmente
monoteístas y sus respectivas experiencias se caracterizan como sigue: En el
cristianismo éste se diferencia de la ascética en que ésta ejercita el espíritu
para la mística mediante las vías purgativa (purificación de vicios y pecados
mediante la penitencia y la oración) e iluminativa (sometimiento total a la
voluntad de Dios y resistencia a las tentaciones) donde se da la unión con Dios
que produce el inexpresable éxtasis que anula los sentidos. En el caso del
sufismo musulmán, mediante la oración y el desapego, se puede llegar a una
estación espiritual donde el “ojo” contempla al Ser Supremo en un
aniquilamiento de sí mismo en Dios en un proceso de estados extáticos que
incluye la purificación del corazón, el vencimiento del yo inferior, el
desarrollo de poderes extrasensoriales y de sanación, la extinción de la
personalidad individual, la comunión con Dios y el conocimiento supremo. En la
principal corriente mística del judaísmo la unión con Dios se da a través de la
cábala, donde el misticismo es el estadio posterior a la religión; en ésta el
ser humano, en su mundo mortal y finito (la creación), se percibe alejado de un
inmutable, eterno y misterioso Dios, al otro lado del abismo que separa lo
humano de lo divino. En el caso del budismo su objetivo no es algún tipo de
“unión”, sino de comprensión o clarividencia de la realidad, la que se da tras
una lucha meditativa y activa contra el yo, que incluye recitaciones (mantras),
para alcanzar el estado de Buda o nirvana.
Desde muy antiguo el ascetismo cristiano es usado para
alcanzar la unión mística más perfecta con Dios por medio de una vida de
privaciones, penitencia y oración, en lo que se llama unión mística o éxtasis.
Los votos de obediencia, pobreza y castidad de monjes y monjas que llevan una
vida monacal, dedicados a orar y trabajar, retirados del mundo y encerrados de
por vida en un monasterio, es liberarlos de los afanes instintivos de
supervivencia y procreación que tanto tensionan la existencia animal, humanos
incluidos. En palabras de san Juan de la Cruz, es la vía (purgativa) de la
penitencia en donde el alma se libera de todos sus pecados: “Hay que perder el gusto por el apetito de
las cosas.” La privación corporal y la oración son los principales
medios purgativos. El ascetismo es un estilo de vida tras objetivos
espirituales caracterizado por una vida austera, la abstinencia de placeres
sensuales y de acumulación de riqueza. La abstinencia sexual es solo un aspecto de esta renuncia ascética.
Sus verdaderas preocupaciones son principalmente el orgullo, la humildad, la
compasión, el discernimiento, la paciencia, el juicio a otros, la oración, la
hospitalidad, la limosna, la glotonería, la lujuria. Esta práctica ascética
puede seguirse en comunidad, rigiéndose por una regla escrita o normas de disciplina monástica, o en soledad,
como anacoretas y eremitas, en una vida apartada del trato humano y en contacto
con la naturaleza, en cuevas, montañas, desiertos, ermitas abandonadas para
apartarse de la tentación. La “vía iluminativa” comienza donde termina la
anterior. El alma se halla ya limpia y en un desamparo y angustia interior
inmensos, arrojada a lo que es por sí sola sin el contacto de Dios. El alma
debe soportar todo tipo de tentaciones y seguir la luz de la fe confiando en
ella y sin engañarse mediante una continua introspección en busca de Dios. Pero
ha de ser humilde, ya que si Dios no quiere, es imposible la unión mística,
pues la decisión corresponde a Él. El alma ha de dar lo que san Juan de la Cruz
llamó un "ciego y oscuro salto", del que sólo la puede rescatar Dios
mismo, si Él quiere.
Una vida centrada en el amor a Dios produce una armonía y
una paz tan grandes en la persona caracterizado porque penetra en todas las
células del cuerpo, siendo probable que su metabolismo no produzca los
radicales libres que causan la degradación celular, lo que podría posiblemente
explicar el fenómeno de la incorruptibilidad de los cuerpos que se presenta en
los cadáveres de una cantidad de santos. Los incorruptibles son más de 150 santos y beatos católicos y ortodoxos
registrados cuyos cuerpos están sorprendentemente preservados después de
muertos, desafiando el proceso normal de descomposición, como signo de su
santidad. Sin embargo, no se puede suponer que los cuerpos incorruptos
se mantienen en mayor o menor medida tal y como eran en el momento de la muerte.
Los cadáveres que se exponen públicamente suelen estar recubiertos de capas de
cera que ayudan a evitar el continuo deterioro del cadáver propiciado por la
exposición. Otros cadáveres se exponen en su estado natural y es apreciable el
deterioro de los mismos. Existen igualmente cadáveres incorruptos que no han
recibido tratamiento alguno y se conservan bien. Y otros en los que se han
corrompido algunas partes y otras han perdurado. Por otra parte, no son momias, puesto que nada artificial se
ha hecho para preservar los cuerpos. Por el contrario, algunos de ellos han
sido cubiertos intencionalmente por soda cáustica para pronto obtener huesos
para relicarios, lo que habría destruido fácilmente los restos, pero ésta no
tuvo efectos sobre el cuerpo. Del cuerpo mortal de algunos santos o de
los sepulcros donde yacen sus reliquias
se libera un aroma agradable y suave; de hecho la exudación de perfumes
es el fenómeno, conocido con el nombre técnico de osmogenesia, más
frecuentemente reportado como suceso del todo extraño a un cadáver. En los
cadáveres conservados por momificación, ya sea esta natural, o artificialmente
provocada, no se observa el fenómeno de la flexibilidad; son cadáveres duros y
rígidos; la rigidificación de los miembros comienza pocas horas después de la
muerte; la mayoría de los santos incorruptos no sufrieron esta rigidez,
permaneciendo muchos de ellos flexibles por varios siglos; mantienen una
flexibilidad, color y frescura semejantes a cuando los santos estaban vivos,
sin intervención deliberada. Otro fenómeno que desafía las explicaciones
científicas es la emanación de sangre fresca que procede de una buena cantidad
de estos cadáveres, muchos años después de su muerte. Aunque no contribuyó en
nada a la preservación de estas reliquias, la aparición de luz en los cadáveres
y tumbas de algunos de estos santos señaló dónde se encontraban. Otro fenómeno
observado es el aceite que fluye cada cierto tiempo, durante siglos.
Un fenómeno que se asemeja al éxtasis místico es el
estudiado por el médico psiquiatra y licenciado en filosofía, Raymond Moody
(1944 -), sobre la ECM (Experiencia Cercana a la
Muerte) y descrito en su libro Vida
después de la vida, 1975. Algunos científicos critican a Moody porque la
evidencia que las personas que reportaron dichas experiencias murieran
efectivamente y retornaran o que la conciencia exista separada del cerebro y el
cuerpo no es confiable; además, que una ECM típica pueda deberse a un estado
cerebral gatillado por una crisis que puede ser explicada por la neuroquímica y
sería el resultado de un cerebro que está desequilibrado o drogado por estar
muriendo. Sin embargo, estas críticas no llegan a explicar completamente los
testimonios, como, por ejemplo, que un paciente pueda describir en detalle lo
que observó en una pieza adyacente que nunca pudo visitar con su cuerpo.
Ciertamente, la ciencia puede hacer estas críticas, pero no tienen validez, ya
que se trata simplemente de fenómenos parafísicos que los científicos no pueden
sancionar por encontrarse en “planos de realidad” no materiales. En la época
del internet, cuando es tan sencillo publicar en la Red, se puede acceder a
innumerables testimonios de ECM. Moody describe las etapas de una ECM, que son:
1. Sonidos audibles tales como un zumbido. 2.
Una sensación de paz y sin dolor. 3. Tener
una experiencia extra-corporal (sensación de salir fuera del cuerpo, flotar y
observar el propio cuerpo y lo que ocurre desde arriba). 4. Sensación de viajar velozmente por un oscuro túnel hasta
alcanzar el dominio de una luz blanca-dorada radiante de intenso amor y calidez.
5. En vez del túnel, sentimiento de ascensión al
cielo. 6. Ver gente que resplandecen con una
luz interna, a menudo parientes ya fallecidos. 7. Encontrarse con un ser luminoso espiritualmente poderoso.
8. Ver una revisión panorámica de su vida.
9. Sensación de aversión con la idea de volver a la
vida. Exceptuando el “viaje por el túnel”, las cuatro primeras etapas se
experimentan en una EFC (Experiencia Fuera del Cuerpo), o “viaje astral”, que
algunas personas reportan haber tenido y ahora publican en internet.
Estos testimonios dan cuenta de la estructura del yo
mismo, puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la
conciencia profunda durante su vida y que se plasma indeleblemente en la
psiquis humana cuando ésta reflexiona sobre su propia y radical singularidad
histórica, como se describe en el capítulo “Una cosmología” de este libro. La
estructuración de una mismidad singular subsistente humana como reflejo de la
actividad psicológica personal es el máximo logro de la evolución de la
materia. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía
estructurada del yo mismo con su cuerpo material, manifiestamente incapaz ahora
de seguir viviendo. En su nuevo estado de existencia el yo personal se libera
del consumo de energía de un medio material y de la subsecuente entropía, lo
que significa también que su acción ya no puede tener efectos en el universo
material. La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesita y busca
afanosamente un contenedor para su propia energía estructurada para poder
manifestarse y expresarse. Quien ha buscado lo divino estará finalmente en
condiciones de llegar al reino de Dios cuando muere y existir en plenitud,
pues, al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el
espacio-tiempo que lo mantiene separado de este reino. Así, la energía liberada
originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.