miércoles, 29 de agosto de 2018


CUESTIONES RELIGIOSAS


Patricio Valdés Marín

1. La salvación


El ser humano es un vástago de la evolución biológica. Se diferencia genéticamente del chimpancé en sólo un 1%. Su existencia terrestre está condicionada por sus instintos, en especial los de supervivencia y reproducción, para los cuales el contentamiento del placer y la evasión del dolor le son funcionales. En esta existencia, debe sobrellevar sin embargo las vicisitudes de cualquier animal: el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. La Ilustración del siglo XVIII manifestó orgullosamente a nuestra civilización que la razón, no sólo nos separa radicalmente de los animales, sino que puede ingeniar un orden magnífico por el cual se puede satisfacer virtualmente todas las carencias humanas derivadas de su condición animal. En las postrimerías de esta civilización, cuando ya experimentamos su honda degradación, sólo nos queda volver a comprender nuevamente el significado de la salvación, tan apocada por la inmanencia de nuestra actual cultura que olvidó que somos animales transcendentes. No sólo subsistiremos a la muerte e pasaremos a un más allá eterno, sino que hasta podremos acceder gratuitamente a la felicidad eterna en el reino de Dios.

La puerta del reino de Dios tiene una doble cerradura. La llave para una de ellas la tiene Dios. Después de la venida de Jesús para proclamar el Reino, esta cerradura ha sido abierta para siempre para todos los seres humanos. La llave para la segunda cerradura la tiene que fabricar cada persona si quiere aceptar la invitación divina al banquete celestial, que es lo llamado tradicionalmente “salvación”. Esta aceptación pertenece exclusivamente a la libertad personal. Esta segunda llave es forjada en su vida en el crisol de la bondad y la justicia. En este sentido el legendario san Pedro estaría de más en su función de celoso portero del Reino.

Cualquiera que sea la interpretación de la voluntad divina, la sola noción de salvación genera todo tipo de interrogantes. ¿Qué es la salvación? ¿Será la salvación un asunto individual o colectivo? ¿Será la salvación algo inmanente o trascendente? ¿Tendrá la salvación su recíproco en la condenación? ¿Habrá un plan divino de salvación? ¿Dependerá este plan de la acción humana? ¿Usará al menos dicho plan a los seres humanos como instrumentos? ¿Qué es lo que se salva? ¿Cómo se liga historia con salvación? ¿Qué tipo de existencia sería la salvación? ¿Cómo sería una existencia gloriosa? ¿Cómo sería la existencia en el Reino de Dios? Plantear preguntas es un avance enorme frente a plantear nada. Nos impulsa a abandonar la comodidad de lo que todos llegamos a aceptar en forma acrítica, pero sumidos en el más profundo temor animal. Incluso el planteamiento de preguntas permite jugar con posibles respuestas. Iremos por parte.

¿Qué es la salvación?

La palabra “salvación” puede significar dominar ya sea el sufrimiento o la muerte, o ambos, si se piensa que los dos estados son como una especie de castigo o condenación. En cuanto especie biológica, los seres humanos compartimos tanto el destino de todas ellas –sufrir y morir– para su prolongación y regeneración como también la permanen­te acción para superar dicho destino y, así, mantenernos vivos y satisfechos. A diferencia de los animales, tenemos conciencia de nuestro fatal destino y de lo terriblemente ilusoria que es nuestra permanente acción para sobrevivir, a no ser que se crea que habría una salvación que venza la muerte. Un no creyente termina por resignarse ante la evidencia de su futura e irremediable muerte y procura sacar el máximo provecho de su vida.

En cuanto al sufrimiento, sabemos que éste es pasajero y que es un estado afectivo de rechazo a la muerte que nos permite, como seres biológicos, sobrevivir. Se sufre cuando existe peligro o amenaza de muerte. La evolución biológica ha dotado a los organismos sensibles de la capacidad de sufrir como mecanismo de supervivencia. Si el sufrimiento es funcional a la supervivencia, entonces la salvación estará más relacionada con preservar la vida.

Sin embargo, puesto que la muerte es un hecho terminal e ineludible, pues así lo demanda el mecanismo de la prolongación y la propagación de la especie, una verdadera salvación se debería referir a algún modo de vida eterna tras el pasaje a la muerte de su cuerpo. El ser humano no responde a la conocida definición platónica de un ser compuesto de alma y cuerpo por el cual cuando el cuerpo muere él entraría a una separación temporal de ambos componentes; de este modo, él se reconstituiría con la resurrección de su cuerpo. Por el contrario, si definimos al ser humano como un animal transcendente, entonces concluiríamos que el espíritu que cada persona forja en el curso de su vida a partir de la energía psíquica es eterno y permanece aún con la muerte corpórea. Más aún, su espíritu se libera de los condicionamientos del tiempo y el espacio que su cuerpo original le impuso y, cual mariposa que escapa de su crisálida, aquél pasa a un estado superior: cuando muere el animal, el espíritu transciende la materia.

            La salvación no es un asunto sacramental producto de recibir la gracia asociada al sacramento, sino que es un asunto moral producto de las acciones intencionales según la bondad, la justicia, la concordia y la humildad inherente. En la polémica de s. Agustín contra Pelagio, en el siglo IV, el segundo es realmente el vencedor. Jesús (de “Yeshua”, etimológicamente “Quien salva”) es el pivote de la salvación. No basta transcender a la muerte para ser salvado, pues, tal como hay salvación existe su contrario, que es la condenación en el más allá. La salvación es seguir los pasos de Jesús.

¿Será la salvación un asunto individual o colectivo?

Una religión tenderá a considerar la salvación como un premio colec­tivo cuando predica la salvación de los fieles y la condena de los infieles. La salvación colectiva predicada a un grupo de fieles tiene sentido si ella es considerada como un logro colec­tivo, tal como su independencia política. Pero ella llega a ser irre­levante cuando se la considera como algo transcendente. Ciertamen­te, una salvación individual que depende de un esfuerzo colectivo tiene tan poco sentido como una salvación colectiva en un mundo transcendente, desconocido, donde ya no opera lo que posibilitó la organización colectiva. De este modo, solo una acción moral de una persona individual tendría significación para una salvación transcendente personal.

El pensamiento judío de tiempos de Jesús era mesiánico. Suponía que llegaría un Mesías para conducir una salvación colectiva puramente inmanente. Pero aunque a Jesús muchos de sus partidarios lo consideraban un libertador del pueblo judío, su prédica estaba dirigida a la conversión íntima y personal de cada individuo de toda la humanidad sin excepción. Si fuera posible considerar a Jesús como mesías judaico, lo sería dentro de un ámbito transcendente, e. d., que no sólo trasciende los límites del pueblo judaico, sino también los límites del universo material.

            Sin embargo, una persona individual no se salva sola y al margen de la comunidad, sino su salvación está en función de hacer el bien a los demás y depende de la formación recibida de la comunidad.

¿Será la salvación algo inmanente o transcendente?

Recién vimos que la salvación ligada a lo colectivo sería inmanente, y con relación a lo individual sería transcendente. El milenarismo confía en una salvación colectiva que sería inmanente. Supone que llegará el día cuando el mal sea definitivamente derrotado de la faz de la Tierra y se implantará un reinado de paz y armonía general que durará mil años. Sin embargo, si la salvación fuera inmanente, no sólo contradiría el objetivo de una vida eterna, sino que estaría contraviniendo las leyes naturales; en el Milenio habrá igualmente muerte, enfermedad, sufrimiento y pecado. Según el Evangelio, la salvación es transcendente.

¿Tendrá la salvación su recíproco en la condenación?

Hablamos de salvación en oposición de condenación y ésta es muy real. Si suponemos que todo ser humano es poseedor de un alma espiritual y, por lo tanto, inmortal, la vida eterna después de la muerte es una necesidad. Según esta lógica, el premio para una vida justa sería la salvación eterna. En cambio, una vida de pecado tendría un castigo eterno. Según testimonios de ECM, al morir una persona repasa toda su vida, como una película, particularmente en relación al prójimo, a quien se debe en cualquier circunstancia, y ella se erige en su propio juez. Verá en un instante su egoísmo y su crueldad, como también sus buenas acciones. Si no ha conseguido una reconciliación consigo misma, su propio juicio determina la intensidad de su relación con Dios. Dios no es el juez, sino lo es la persona misma cuya conciencia retiene su conducta moral mientras actuó intencionalmente durante su vida terrena. A pesar de que Dios todo acepta y comprende, algunos no se perdonan a sí mismos, se sienten indignos y prefieren estar en la lejanía de su propio “infierno”.

¿Habrá un plan divino de salvación?

En la tradición hebrea Adán, Eva y su descendencia fueron condenados a muerte por su pecado de desobediencia a Dios. Este pecado, denominado “original” por haber sido cometido por la primera pareja y porque su castigo condenó a toda la humanidad, fue en la tradición paulina redimido por le sacrifi­cio de Jesucristo, el ungido por Dios para esta misión.

Sin embargo, hay dos puntos conflictivos en esta explicación. 1. A la luz de la paleo-antropología y la evolución biológica los relatos sobre Adán y Eva, el Paraíso Terrenal y el Pecado Original resultan ser puramente mitológicos, siendo más bien un productos de la imaginación de los pueblos que habitaron el Cercano Orien­te, hace tres mil quinientos años atrás; en Mesopotamia, en la leyenda de Gilgamesh, a Adán se le llamó Enkidú. 2. No está dentro de la lógica pecado-castigo el que por el pecado de un individuo Dios tuviera que castigar a toda su inocente descendencia, aunque sí lo está para una mentalidad más primitiva que no logra conferir al indi­viduo una personalidad distinta de su tribu y una existencia con finalidades que le son propias.

Es más verosímil suponer que si existen seres humanos capaces de reconocer a Dios como ser supremo y creador del universo, y alabarlo en consecuen­cia, y de actuar moralmente según esta creencia, Dios podría tener un plan de salvación para ellos. Sería algo que tendría reciprocidad.

¿Dependerá el plan divino de salvación de la acción humana?

La acción humana forma parte de la acción de la naturaleza desde el punto de vista de la causalidad del universo. La especie humana funciona como otra especie biológica, aunque bastante más depredadora que las demás, por decir lo menos. No obstante, la acción humana (la acción de todos en la colectividad) permite que los individuos consigan sobrevivir (cuando se establece la paz) y, a través de la cultura, comprender su entorno y a ellos mismos en este entorno, y a través de la civilización, intervenir en ese entorno en beneficio de la colectividad.

Pero esta acción no es salvadora, como podría suponer una teología de la liberación, o una ideología constructora de la “ciudad de Dios”. Sólo una acción con contenido moral, esto es, una acción intencio­nal enmarcada en el reconocimiento de Dios, podría tener recipro­cidad en la acción salvadora de Dios. Las buenas obras serían necesarias para la salvación, pero con un énfasis puesto en “buenas” en el sentido moral, no en el sentido pragmático. Las obras en la perspectiva de su efectividad real serían indiferentes para una salvación personal, pero serían necesarias en la perspectiva de su intencionalidad. “El hombre propone, Dios dispone”, reza un antiguo adagio.

Por otra parte, la obra de Dios no depende da la obra humana, aunque los jesuitas hayan pensado otra cosa con su lema “Ad maiorem Dei gloriam”. El fracaso es inherente a la acción humana, pero el éxito no puede ser la medida de la moral. Aunque la acción resulte fallida, lo que vale es la intención. Nadie puede juzgar moralmente una obra, pues nadie puede conocer la intención subyacente. Puesto que la intención está oculta en el sujeto, nadie que no sea Dios puede juzgar la moralidad de una obra. También, desde el punto de vista de las artes y la técnica, el juicio moral de una obra es irrele­vante, como no lo es el juicio de su función.

¿Usará el plan divino de salvación a los seres humanos en calidad de instrumentos?

Si Dios usara a los seres humanos como instrumentos de un plan de salvación inmanente, no tendría senti­do que Mozart hubiera muerto a sus 35 años o que Hitler no hubiera sido destrozado por la explosión de una bomba de algún atentado antes de cometer tanta fechoría. La acción individual bien intencionada de un médico, un profesor, un político, un comerciante puede sin duda mejorar la condición humana de muchos y posibilitarles una vida más plena. Madre Teresa de Calcuta actuaba con gran compasión, pensando en que cada persona por muy miserable que fuera tenía un destino divino –transcendente–. Su acción iba dirigida a ayudar a esa persona a acercarse a dicho destino. Distinta es la actitud de quien cree que el destino personal transcendente es de exclusiva responsabilidad del individuo, como en la creencia en el samsara y el karma, absteniéndose a prestar cualquier ayuda.

¿Qué es lo que se salva?

Está en la naturaleza de la biología que todo organismo biológico termina con su muerte. En el curso de su vida el ser humano logra ser más que un animal. Ese “más” es la construcción del yo mismo de una conciencia profunda, que implica la estructuración de una energía psíquica que contiene su mismidad y que subsiste a su muerte.

¿Cómo se liga la salvación con la historia?

Las religiones se caracterizan por describir el plan divino de salvación como una manera de adquirir relevancia en el acontecer humano. Pero el cariz que esta historia toma no es científica ni crítica, sino que legendaria. Es forzada a explicar lo que termina por ser la imposición de la institucionalidad por una minoría poderosa. Sin embargo, no es la teología la llamada a demostrar una historia de la salvación, sino que ésta podría ser encontrada en la historia natural y humana.

La pos­tulación de una fuerza ortogenética, estructuradora, teleológica, que canalice las historia natural y humana hacia una dirección salvadora para los seres humanos surge de considerar que el universo ha ido evolucionando desde la aparición de las partícu­las fundamentales hasta la generación de la inteligencia racional y abstracta de los seres humanos. Sin embargo, esta fuerza no puede explicar por sí misma la necesidad de una salvación. La explicación de la salvación estaría más bien en el mensaje de Jesús y sería una iniciativa absolutamente divina y ajena al devenir del universo. Los seres humanos pueden algún día desaparecer de la faz de la Tierra y el universo seguir su natural curso evolutivo. Para existir el universo no necesita estar en la conciencia intelectual de ninguna persona.

¿Qué tipo de existencia tendría la salvación?

La invitación evangélica al reino de Dios abriría para cada persona la posibilidad de una existencia eterna, que es justamente lo que su conciencia de sí persigue en su lucha por su supervivencia. Pero lo que caracteriza a este esquema es que se constituye en un camino no natural del existir, pues la subsis­tencia de una estructura, en este caso la conciencia profunda, no estaría sostenida por sus subestructuras, las cuales desaparece­rían con la muerte.

Tampoco una persona podría interactuar en nuestro universo espacio-temporal si careciera de la “materiali­dad” o “corporeidad” que le confieren sus subestructuras. Y si no fuera capaz de actuar, el tiempo no tendría significación, pues toda acción se efectúa en un presente, teniendo como finalidad un futuro. Por ello, no es posible comprender la posibilidad de una existencia “gloriosa” desde una perspectiva de nuestro cono­cimiento natural. Así visto, aceptar que la voluntad de Dios y el orden divino no son para nada tan claros y evidentes es bastante desolador y requiere un renovado esfuerzo de fe para aceptar lo transcendente.

¿Cómo sería una existencia gloriosa?

Es probable que aquello que habría impresionado a los discípulos de Jesús no fuera que se dijera que había resucitado, pues, en las culturas del Medio Oriente, resucitar era probablemente una idea plenamente aceptada, aunque decididamente extraordinaria y milagrosa. Aquello que los impresionó fue que percibieron que Jesús había adquirido una existencia “gloriosa”, “celestial”. De hecho, si los discípulos no lo hubieran visto y sentido no sólo vivo, sino que de alguna manera glorioso tras su muerte en la cruz, Jesús habría pasado a la historia como un líder religioso o político más, es decir, un líder que en su momento fue una esperanza de redención, pero cuya vida acabó en una muerte ignominiosa, sin dejar ningún rastro especial, como tantos otros contemporáneos de él.

Su ser “glorioso” significaba para sus discípulos que Jesús estaba en el seno de Dios. Así, pues, es muy probable que este imposible acontecimiento de pasar a una existencia gloriosa le ocurriera efectivamente al mismo Jesús Nazareno, carpintero y maestro. Y la posibilidad de esta exis­tencia habría significado para sus discípulos la prueba cierta de una existencia plena en el reino de Dios, no tanto para quien seguía el ejemplo del maestro, sino para quien aceptaba su invi­tación de participar en el Reino según Jesús lo había estado predicando. Décadas después, en la necesidad de un Mesías victo­rioso y en el marco de la filosofía neoplatónica que imperaba en la época, esta existencia etérea habría sido identificada como una resurrección del cuerpo por sus seguidores.

¿Cómo sería la existencia en el reino de Dios?

A diferencia de las tradicionales creencias en la otra vida, lo que es realmente novedoso en la noción de la existencia en el reino de Dios es que no significa seguir viviendo más de lo mismo que se vivió (aunque fuera con 72 vírgenes), sino que sería para participar y gozar de la gloria de Dios. Algo que en la historia teológica del cristianismo se ha desvirtuado en la idea predicada por Jesús es el comprenderla mediante el dualismo griego, el cual tempranamente se incorporó en el pensamiento cristiano. Esta doctrina, como un modo natural, descompone al ser humano en alma o espíritu, y cuerpo o materia. Para esta dualidad, la muerte sería una separación temporal. Para el relato evangélico, en cambio, el cuerpo es solamente “el resto” de una persona, y sería un absurdo devol­ver la vida a un cadáver que no tiene otro destino que volver a convertirse en polvo, según las leyes de la termodinámica.


2. Lo religioso y la religión


La búsqueda irrestricta e ilimitada de Dios que muchas personas intentan efectuar requiere una mente muy abierta y una actitud muy humilde. Dios se encuentra más allá de nuestra experiencia cotidiana. Nos encontramos sin referencias para comprenderlo, aunque es a través de la experiencia natural de las cosas que es posible hallarlo, pues las cosas son su propia creación. A través de la historia, algunas mentes más imaginativas han elaborado simbólicas metáforas. Algunos estudiosos en comparar religiones pueden incluso definir algunos símbolos sacros que se repiten en todas las culturas, como el árbol, el fuego, el agua, la montaña, etc. Sin embargo, el fenómeno que es posible observar es la tendencia colectiva de elevar estas imágenes libres y llenas de significado misterioso al rango concreto del dogma, del rito y de la norma, limitando así toda posibilidad de una búsqueda más libre y cayendo por otra parte en la apatía o el temor.

Yendo al significado

A menudo, la religión se confunde con lo religioso, pero veremos que son términos muy distintos. Fundamentalmente, la religión pertenece al ámbito de la conciencia de sí; lo religioso pertenece al ámbito de la conciencia profunda.

Podemos defi­nir la religión como la socialización de la experiencia religiosa personal en base principalmente de mitologías y explicaciones míticas de lo misterioso y desconocido, y comprende estructuras muy de nuestro universo que se construyen sobre el substrato de lo religioso. Además, no siempre lo religioso se encuentra como fundamento de la religión. Una religión puede llegar a subsistir y prosperar conservando únicamente los elementos más formales, como lo mitológico, nuestro natural temor a lo desconocido y la muerte, las estructuras autorita­rias, dogmáticas y litúrgicas, y todo ello sin necesariamente algún elemento religioso personal de piedad, caridad y misticismo.

Existen religiones que se erigen casi exclusivamente sobre leyes y normas, como el Islam, y toda religión contiene un siste­ma normativo, como las Tablas de la Ley del Antiguo Testamento. Se supone que este sistema expresa la voluntad de Dios o es la expresión de una sabiduría divina preexistente, y que, cumpliendo con sus normas, un fiel sigue el camino correcto de la salvación o del bien vivir. Las normas ética y legal se tornan en norma moral. La moral, que por esencia es subjetiva, se vuelve objetiva. La transgresión de la norma es el pecado, que requiere ser expiado antes de ser perdonado. El pecado es social cuando la salvación le compete a la colectividad, como en el caso de los israelitas, y es personal cuando se cree que quien se salva es el individuo, como es corrientemente el caso del catolicismo.

Una de las principales funciones de toda religión es esta­blecer los códigos morales para encauzar la acción de los fieles. Es frecuente que una jerarquía eclesiástica, o ciertos líderes religiosos, legisle con el propósito de dominar a los fieles y mantenerlos sujetos, mientras en ocasiones se benefician del prestigio y la recaudación impuesta. La norma tiende a ritualizarse, pues se hace más fácil cumplirla. La obediencia ciega es muchas veces santificada, mientras la libertad personal es aplastada.

La religión tiende a abarcar la totalidad de la existencia de un ser humano, en ocasiones hasta el límite de asfixiar su libertad, como ha sido posible observar en la práctica de algunas sectas. En cambio, en lo religioso una persona subordina libremente su legítimo anhelo instintivo de supervivencia y reproducción a sus propios conceptos morales, los que emanan de su idea de Dios, los seres humanos y el universo, y del modo más libre ella actúa según su propia conciencia (su conciencia profunda, desde luego).

La religión le da forma (ritos) y contenido (mitos) a lo religioso, aunque éste no depende evidentemente de aquélla para subsistir, sino de la posibilidad de la comunicación entre Dios y la persona humana. Los ritos y los mitos tienen por función original la comunicación social de experiencias místicas y existencias piadosas individuales. Esto es, la religión depende de lo reli­gioso.

La religión controla los espacios de los significados espe­cificados en las categorías de lo sagrado. Pero si se separara el universo de su creador, se le negara a aquél cualquier contenido gnóstico y maniqueo y se aceptara la causalidad puramente natural del universo, entonces todo o nada en aquél llegaría a ser sagra­do, con lo que el aspecto sacro de la religión dejaría consecuentemente de ser rele­vante. Este paso, que elimina toda posibilidad de panteísmo, es necesario para que emerja plenamente lo religioso.

Mientras lo religioso es algo simple, personal, interno y silencioso, la religión es algo aparatoso, social, externo y bullicioso. Mientras lo religioso se nutre de lo misterioso en una actitud de piedad, la religión construye mitos en una actitud militante. La religión surge en forma natural cuando se comparte lo religioso. Al estructurarse de modo social, aquella adquiere las funciones propias de tal estructura y corre las vicisitudes de toda estructura social. Así, aparecen los problemas típicos de identidad, lealtad, inclusión-exclusión, pudiendo ésta ser instrumentalizada por los fieles para liberarse de sus enemigos, reputados de infieles y heréticos, e incluso oprimirlos y esclavizarlos.

Fe y creencia

Del mismo modo como lo religioso se distingue de la reli­gión, la fe se diferencia de la creencia. Por fe podremos entender la libre y comprometida aceptación de Dios salvador. Por esta razonada y sentida decisión de la voluntad personal, Dios pasa a reemplazar al yo y a constituirse en el centro de la cosmovisión personal. La acción intencional de la persona pasa a fundamentarse en esta fe, la que confiere un radicalmente nuevo sentido a la vida. La deliberación racional en la intimidad del pensamiento adquiere un nuevo y substancial parámetro de decisión previo a la ejecución de la acción. La intención es evaluada por una nueva y tajante moral, la que necesariamente se mantiene en el plano más subjetivo de la persona y muy lejana a cualquier normativa que pueda establecer institución cualquiera, por más que reivindique toda autoridad sobre doctrina y moral. La libertad personal es la condición primera de cualquier comunión con lo divino.

Por creencia podremos entender la adhesión a ideas. Jesús mismo tenía creencias que nos parecen ahora absurdas, tal como la existencia de demonios en los enfermos, pero que formaban parte de las ideas ligadas a su medio cultural. Pero Jesús tenía inmensa fe en Dios, a quien se refería como su padre.

Tener fe en Jesús como el ungido enviado de Dios es muy distinto a la adhesión al dogma que ha ido elaborando sus seguidores a través del tiempo. No sólo ambas actitudes personales frecuentemente se contradicen, sino que también el respeto al intrincado legalismo de la religión, en la suposición de que sea el camino de la salvación, es muchas veces contrario al evangelio proclamado por Jesucristo. Esta contradicción proviene de la ambigüedad propia de los Evangelios, escritos que contienen los hechos y los dichos propios de Jesús, mezclados con hechos y dichos atribuidos a él, pero que, utilizándolos y derivando interpretaciones, muchos poseen la clara intención de producir una estructura político-religiosa de poder. Así, pues, de entre una maraña de ideología religiosa, que impresiona a quienes buscan la seguridad, a quien busca empero a Dios, le es aún posible descubrir en su lectura el mensaje de Jesús.

El Evangelio, que apela a lo religioso, en su esencia abroga la norma, pues enseña que la salvación es materia de la fe y la caridad. La moral evangélica no se refiere al cumplimiento de algún sistema normativo, sino que a la acción libre que es conse­cuente con el profundo amor a Dios y que es una respuesta no condicionada, sino que enteramente libre, a la invitación divina de participar en su Reino. La vida religiosa no es entonces el cumplir rigurosamente con una cantidad de mandamientos y normas, sino que es el actuar libre­mente y con consecuencia a su fe. En lo religioso no existe el pecado, sino que la inconsecuencia y la irresponsabilidad, pues no se produce trasgresión de normas.

Religión y cultura

La religión, que se fundamenta o no en lo religioso, es corrientemente una de las unidades discretas de la cultura, aquella que procura explicar la transcendencia de nuestra existen­cia y el sentido de la vida en sociedad. Desde tal perspectiva ella formula normas éticas. Como toda realidad cultural, ella adquiere formas particulares según la localidad, y sufre trans­formaciones según los cambios culturales que se van operando en el curso del tiempo. También como toda unidad de la estructura cultural, ella es un mecanismo social cuya función es procurar la subsistencia del grupo social.

Usualmente, los objetivos que la religión persigue son la cohesión social, la armonía colectiva, la paz intra-social (aunque no necesariamente extra-social). No obstante, debemos tener presente que dichos objetivos, comunes a todas las religiones, que son por lo demás tan antropológicamente pragmáticos, no son necesariamente aquéllos que Jesús vino a enseñar. El amor (incluso al enemigo) y la justicia producen frecuentemente conflicto con el estímulo bioló­gico que nos impulsa a sobrevivir y a reproducirnos. El testimonio de la fe religiosa a menudo colisiona con la ética aceptada. Cuando lo religioso es compartido, en tanto es compartido se estructura como religión, y por ello se hace forzosamente social y, por tanto, materia de nuestro conocimiento objetivo en ese respecto. Pero mientras lo religioso busca la salvación personal, la religión persigue la salvación social. Ambas tendencias en­tran en contradicción cuando se niega la libertad personal.

Las religiones

Usualmente, la estructura de la religión está comprendida por una variedad de elementos, entre los cuales se puede mencionar los siguientes: lo sacro, que es asignar valor sobrenatural a deter­minadas cosas naturales; lo litúrgico, que trata de ritos y acciones externas de culto divino; lo eclesiástico, que se refie­re a asambleas de fieles, es decir, personas que profesan las mismas creencias y que se rigen como cualquier otro grupo social humano: es incluyente y excluyente; lo sacerdotal, que ejerce la autoridad y dirección en lo ritual, doctrinal, ético y administrativo de lo eclesiástico; lo milagroso, que es la esperanza puesta en lo divino para que intervenga en la causa­lidad natural y solucione problemas propios de supervivencia y reproducción; lo dogmático, que reúne el cuerpo doctrinal que el fiel debe aceptar para ser incluido en la asamblea; las creen­cias, que es el cuerpo de mitos que el creyente del grupo reli­gioso (iglesia o secta) adhiere; lo sacramental, que constituye el conjunto de signos rituales teóricamente mediadores de la acción salvadora divina; lo ético, que trata de las normas que deben regir la conducta externa de los fieles.

Internamente, como estructura social, la secta o la iglesia, al irse estableciendo, va adquiriendo poder, prestigio y riqueza, que son también signos de su vigencia y su significación en el medio social y político. Para preservar y superar lo institucionalizado su dirigencia se torna intransigente e intolerante a reformas y nuevas ideas, haciéndose dogmática y legalista.

No obstante, se debe reconocer que, aunque lo religioso confiere sustentación a la religión, ésta suele ser funcional al nacimiento de lo religioso en el individuo, principalmente en el sentido de la transmisión de doctrinas y valores religiosos, y en el establecimiento de un ambiente reli­gioso, siempre que su excesivo ritualismo, dogmatismo y moralismo no termine por ocultar lo fundamental, como es frecuente que ocurra.

Una distinción relacionada con lo religioso y la religión es la que se puede hacer entre “Iglesia”, con “i” mayúscula e “iglesia” simplemente. La Iglesia es el cuerpo de creyentes en un Dios creador y salvador, y que desde nuestro universo puramente inmanente admite la realidad de una transcendencia. Ella establece dos tipos de realidades: la sobrenatural y la natural, siendo la realidad sobrenatural algo misterioso porque los seres humanos no poseemos las facultades cognoscitivas para conocerla. La relación entre estas dos realidades se mantiene abierta a toda inspiración e intuición y la Iglesia acoge a todo creyente que con humildad acepte este misterio.

La religión es la expresión colectiva de lo religioso. En una primera etapa se estructura como secta, donde los mitos, ritos, normas y dogmas adquieren un sentido restringi­do. Se constituye en religión establecida en una etapa más evolu­cionada, cuando incluye una pluralidad de culturas distintas. Sólo cuando lo religioso proviene del mensaje evangélico, se puede hablar de Iglesia. Pero para que la Iglesia no regresione a ser una simple religión establecida, con sus ritos, mitos, normas y dogmas firmemente establecidos, lo que supone intolerancia y represión, debe ser fiel al evangelio y a la plena liber­tad de las personas para pensar y decidir por sí mismas y expre­sar su fe.

La historia de la Iglesia y los fieles cristianos se ha debatido entre dos polos: adherir al hijo de Dios o adorar a Dios el Hijo; seguir a Jesús el maestro o militar bajo Cristo el Redentor; entregar misericordia y compasión o ejercer imperio y dominio; sacrificarse personalmente al prójimo u oficiar el sacrificio de Dios; amar al prójimo o enjuiciarlo; ejercer la libertad personal o someterse al dictamen eclesiástico; actuar por piedad personal o regirse por liturgia colectiva; aceptar el Sermón de la Montaña o acatar el dogma eclesiástico. Estos polos han sido marcados por las ideas de salvación y pecado; de perdón y juicio; de humildad y potestad. El primer polo corresponde a la enseñanza de Jesús que conocemos a través de los evangelios; el segundo, a la elaboración teológica de esta enseñanza según parámetros de dominio por parte de cúpulas y antiguas tradiciones míticas difíciles de olvidar.

El mismo imperio que el Mesías debía destruir, el cristianis­mo lo transformó en la base del grandioso esquema de la Cristian­dad. Sin duda, la transformación de un cristianismo de mártires –que se hacían crucificar, quemar y comer por leones hambrientos por no renegar de su adhesión a su Dios– en un cristianismo imperial que dictaba la política de todo el mundo conocido debió haber constituido una profunda y trascendental revolución religiosa. El concilio de Nicea, en 325, convocado por el emperador Constantino, proclamó la divinidad de Jesús. En esa época la cena del pan y el vino se transformó en sacrificio divino y aparecieron los sacerdotes que la oficiaban. Surgieron los sacramentos, que eran impartidos por los sacerdotes, como medios necesarios de llevar la gracia divina a los fieles. El papado emergió como la suprema autoridad de la Iglesia y con pretensiones de constituirse en la suprema autoridad de la humanidad. Aparecieron los templos sagrados para que los cristianos glorificaran a la Trinidad, la autoridad eclesiástica enseñara la verdad revelada y todos comulgaran comiendo efectivamente el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo Redentor en las formas transubstancionadas de pan y vino.

El Concilio de Cartago, en 408, se desarrolló bajo la poderosa influencia de san Agustín de Hipona, y se puede decir que inicia la nueva era teológica en la historia del cristianismo que caracterizó a la Edad Media. Esta teología, que incluso es muy fuerte en nuestros días en los sectores conservadores, sintetiza ideas maniqueas, neoplatónicas y veterotestamentarias. El ser humano se salva por su fe en Dios. Pero ésta, no surge por su actividad intelectual, como era enseñado por los gnósticos, sino que es un don divino. Nacido en el pecado de Adán y Eva, el ser humano no tiene potestad salvífica alguna. Depende de la gracia divina.

El neoplatónico y maniqueo s. Agustín, tras una mala traducción de un confuso pasaje en la Epístola a los romanos de san Pablo, “por un hombre entró el pecado en el mundo...,” introdujo la idea del Pecado Original y de la caída de la humanidad por la primera pareja mítica de seres humanos, y de la necesidad de la redención de Cristo en la cruz. Una caída original, que abarca al universo, requería una redención universal y absoluta, y nada mejor para ello que el sacrificio del mismo Hijo de Dios en la cruz. La triste, pecaminosa y negativa visión del universo salida de la mente de san Agustín se encarnó profundamente en las enseñanzas de la Iglesia romana. El sacramento del bautismo pasó a ser el sacramento indispensable para limpiar la mancha del Pecado Original. La penitencia se constituyó en el sacramento que borraba los pecados personales. El clero adquirió la potestad divina para impartir estos sacramentos y se constituyó así en un poder político y social que competía con el poder real.

La mecánica de la religión, en cuanto subestruc­tura cultural que persigue la subsistencia del grupo social, es contradictoria con el mensaje de Jesús, que ubica la salvación en el reino de los Cielos, por mucho que se sostenga que el reino de Dios ha llegado a encarnarse en nuestro mundo tras la venida de Cristo, como lo expresó san Agustín en la La ciudad de Dios. Los dos milenios de reverenciada tradición impiden renunciar a lo accesorio para liberar lo esencial. La historia del cristianismo ha sido, no obstante, una permanente tensión entre la religión y lo religioso. Ella se puede resumir en que mientras cada creyente procura rescatar el sustento religioso de la religión, cada grupo humano procura estructurar la religión en base de la experiencia religiosa. El hecho del mensaje de Jesús es que es la persona individual, y no la sociedad, quien está llamada a lo transcenden­te.

El impacto cultural del cristianismo y de la Iglesia ha sido decisivo en la historia y ha moldeado la cultura occidental. Por una parte, la Iglesia ha sido un instrumento muy eficiente de la propagación del evangelio y referente de muchos venerables seres humanos que han vivido llenos de santidad, humildad, piedad y amor fraternal. Por la otra, su hipertrofiado cuerpo doctrinal, ritual y ético, muchas veces más que ayudar a los fieles a seguir el camino de amor y fe, lo oculta entre vetustos e intrincados dogmas, ritos y cánones, dando a entender que quien adhiere plenamente a éstos es un fiel cristiano, merecedor de la salvación eterna, lo cual es justamen­te lo contrario de las enseñanzas de Jesús.


3. Jesús y lo transcendente


La llegada de lo transcendente

La importancia de Jesús en la historia humana se resume en que, primero, él es el ungido divino para representar la humanidad ante Dios, segundo, él anunció a los seres humanos la existencia de un reino de Dios y, tercero, por su medio Dios invitó a todos los seres humanos a pertenecer a este Reino del más allá. Jesús es en consecuencia el hito más importante de la historia de la humanidad, habiendo surgido en la conciencia colectiva de que una nueva era de la humanidad había nacido justamente con él.  Jesús habría sido el hombre señalado por Dios para proclamar un mensaje: todo ser humano, criatura racional, ha sido invitado por Dios para compartir su gloria en una existencia eterna y trascen­dente; además, esta existencia puede comenzar de manera embrionaria aquí y ahora. El meollo de su mensaje lo podemos encontrar en el Evangelio de Marcos: “El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. Cambien sus corazones y crean en la buena nueva”. En el medio judío de su época el ‘tiempo que se ha cumplido’ es escatológico, y de ningún modo puede ser considerado como apocalíptico.

Sólo una verdad cae en el ámbito de la revelación divina, si así se puede decir, y es la que Jesús dijo acerca del reino de Dios y sobre cómo acceder a éste. Él nos habló en parábolas para referirse a esta verdad, pues relataba una realidad, no sólo desconocida, sino que enteramente inasible, sobre la cual no existen experiencias en este mundo, y el intelecto humano no tiene la capacidad de comprensión. Nuestra experiencia y nuestra razón no nos entregan algún antecedente para referirnos a una existencia fuera de nuestro universo. Sin embargo, eso es precisamente lo que se puede derivar de la lectura del Evangelio acerca del reino de Dios.

Jesús no predicó ni a Dios ni a sí mismo, sino que predicó el reino de Dios para decir dónde y cómo los seres humanos podemos encontrar a Dios, que es lo mismo que decir dónde y cuándo encontrar el sentido y el destino de la existencia plena. En este sentido él describió a Dios, no como un ser castigador, vengativo, irascible, sino que como un padre bondadoso, misericordioso y amoroso, anunciando a los seres humanos la existencia de un reino de Dios, invitando por su medio a todos los seres humanos a pertenecer a este Reino. La unción por agua de Jesús hecha por Juan el Bautista, según los Evangelios, fue la elección de Dios para constituirlo en su palabra, lleno de gracia y verdad (Jn 1,14). Desde el punto de vista de la evolución del universo y de la evolución biológica el destino de los seres humanos era morir después de vivir, tal como ocurre con todos los animales, terminando definitiva, irreversible y radicalmente sus existencias. En cambio, Dios, a través del anuncio de Jesús, quiso regalar una existencia plena y eterna a quienes fueran justos y bondadosos con sus semejantes y respetuosos con la naturaleza.

Según se podría entender reino de Dios este difícil concepto significaría que existe un “ámbito” para “existir” en la “ámbito” de Dios. Dios invita a toda persona a esta existencia, y una persona entra al Reino si desde su conciencia profunda acepta la invitación y se transforma. La implicancia es que Dios se constituiría en el centro de interés y en la finalidad última de la acción intencional de la persona; el sentido de la vida de una persona se haría pleno aceptando el llamado de Dios para pertenecer a su Reino. Jesús predicó que el reino es de Dios y que una persona, al aceptar libremente la invitación divina, ingresaría al Reino ya en su vida terrenal, aunque de modo muy embrionario. En esta perspectiva, al centrar la existencia personal en Dios, siguiendo el modelo de vida de Jesús, un ser humano establecería una relación de amor y justicia con los seres humanos y de comprensión y respeto con la creación. De Dios Jesús nos dijo sólo que es un padre siempre bondadoso y misericordioso que está siempre preocupado de cada uno de nosotros con un amor sin límites. El Dios de Jesús no es el objeto de la mortificación y la humillación, sino que es objeto de alegría para los seres humanos, sintiendo enorme gozo y disfrute. No es un ser justiciero, sino que es un padre amoroso. Jesús niega un Dios amenazador, que rechaza al perdido, que recompensa según los méritos. El Dios de Jesús es misericordioso y bondadoso como el mejor padre posible, siendo todos nosotros hijos de Dios y hermanos de Jesús. El Dios de Jesús y el de los fariseos se excluyen mutuamente.

El reino de Dios se hace presente en esta vida, no mejorando las condiciones de vida, sino que asumiendo estas condiciones, aunque sean extremadamente duras y precarias; da sentido y significado al ofrecer la paternidad divina al desvalido y prometer la vida eterna en el Paraíso. El reino de Dios se hace presente en la vida de la persona cuando ésta acepta su propia realidad y su propia herencia de ser una criatura sujeta a la naturaleza del universo. El reino de Dios puede estar en la persona más desvalida, miserable, agobiada, desprotegida, rechazada, fracasada y sufriente. De hecho, es más probable que esta persona tienda su mirada a Dios para su salvación.

Los textos más importantes del Nuevo Testamento son los sinópticos, y lo central en ellos es la idea de reino de Dios. Jesús explicaba en parábolas y todas ellas, sin excepción se refieren al reino de Dios, aunque no se exprese explícitamente. El reino de Dios tiene que ver con la vida y la libertad de los seres humanos. Precisamente, de esta enseñanza proviene el desarrollo conceptual de los derechos humanos en el ámbito político. Este mensaje está dirigido a los pobres, los indignos, los hambrientos, los enfermos, los desvalidos, los sometidos, los que sufren. También precisamente de allí nace en el ámbito político el anhelo por la democracia. La prédica de Jesús dignifica a los seres humanos y les confiere sentido pleno a sus vidas. No es sin embargo una doctrina sociopolítica destinada a mejorar la calidad de vida de la gente. Pero respondía y responde siempre a los anhelos humanos más profundos. Promete una existencia eterna en plenitud, siendo la muerte un paso necesario para ésta.

La noción tradicional acerca del mesianismo hizo confundir la noción de reino de Dios, confiriendo a Jesús una misión ajena a su intención. De ahí que se llegara al absurdo de suponer que la misión de Jesús, investido como el Mesías, fuera para establecer el orden divino en el mundo, distinto de las leyes naturales, suponiendo que la redención se puede aplicar al orden social para establecer la paz, la justicia y la solidaridad y eso llamarlo ‘reino’ de Dios. Su atributo de Mesías no puede ser el concepto fuerte que tenían los judíos de ser un liberador del pueblo de Israel. Sería más bien un Mesías que porta un mensaje de liberación de la muerte al hombre y la mujer de fe, al justo, al humilde, al caritativo, de cualquier época, raza, credo, lugar, para ser acogido en el reino de Dios.  

El Evangelio no promete la paz en el mundo, tampoco el derrumbamiento y el reemplazo de los sistemas de poder por un nuevo orden social de justicia. Tal objetivo lo prometía el mesianismo judío por el cual el pueblo de Israel impondría su justicia sobre las otras naciones. En cambio, el reino de Dios, no es el lugar de los justos y los pecadores (Mt.19, 27-29), sino que es sólo el lugar de los justos. Jesús no murió sacrificado por la redención del pecado Original de los hombres en cuanto pueblo. No estuvo en su intención legislar para hacer una sociedad más justa y alterar el orden natural. Su prédica en torno al amor al prójimo no tuvo por objetivo hacer buenos ciudadanos, sino subrayar que mi hermano también ha sido invitado al reino de Dios y mi deber es asistirlo, sea cual sea su situación. La justicia social debiera ocurrir como consecuencia natural de ciudadanos que son seguidores de las enseñanzas de Jesús, pues centrar la vida en Dios produce un cambio radical en una persona, de anteponer un compromiso con el prójimo a su preocupación natural por su propia supervivencia. El llamado de Jesús se aplica a la capacidad de estructuración, no de la sociedad ni de algún pueblo determinado, sino de la persona individual, y a través de esta conversión sería posible lograr una sociedad más justa. La conciencia de los derechos humanos y la democracia ha surgido sin duda alguna de las ideas y la práctica del evangelio de justicia e igualdad.

Sin duda alguna el considerar también entre estos derechos humanos la “propiedad privada” (no la propiedad personal) es la causa principal de las divisiones sociales y las angustias humanas que aquejan a nuestra sociedad. Probablemente, la profetizada y apocalíptica Segunda Venida de Cristo, que sería la llegada del Mesías para los judíos, para inaugurar el Milenio o era dorada será también para abolir el injusto privilegio de la propiedad privada.

El objeto de lo transcendente

El destinatario del mensaje de Jesús es el pequeño, el humilde y quien llega a salvarse es quien tiene un corazón humilde, se considera a sí mismo pequeño frente a Dios y posee la ingenuidad propia del niño para relacionarse con Dios. Lo que distingue este novedoso mensaje es que no se dirige a pueblos, como fue el caso de Isaías, Ezequiel, Elías y los demás profetas, sino que directamente a personas. El mensaje es entendido por un individuo cuando se transforma en persona, es decir, ejerce acciones intencionales y concibe lo transcendente. La persona se salva cuando se convierte personalmente al mensaje. De ahí que invita a todos los seres humanos a entenderlo, apelando únicamente a la libertad personal de cada cual.

Jesús confiere un decisivo valor a la libertad personal, valor que tradiciones de la teología eclesiástica, en especial la agustina, no da, seguramente por la fidelidad al Antiguo Testamento. A partir de la necesidad del pueblo de Israel de destacar el poder de su dios, se rebajó recíprocamente el valor del ser humano hasta llegar a suponer que nada bueno puede emanar del este ser tan perverso. Esta misma idea pasó de san Pablo a los Padres de la Iglesia, llegando a su extremo en san Agustín. Para explicar la acción salvífica gratuita divina este complejo personaje, que tanta influencia ha tenido en la historia de la Iglesia, supuso que el ser humano está tan corrompido después del Pecado Original, que nada en él puede ameritar o contribuir a su salvación.

Imbuidos en esta teología que supone que la humanidad es intrínsecamente pecadora y perversa, y ha sido toda ella condenada por el Pecado Original, existe una incomprensión absoluta de Jesús y su mensaje. Esta teología no logra entender que Dios, a través del anuncio de Jesús, quiso regalar una existencia plena y eterna a quienes decidieran reconocerlo, glorificarlo y actuar consecuente con ello. Estas acciones humanas provienen exclusivamente de su propia libertad y son necesariamente salvíficas, es decir, que sin ellas una persona no se salva. Una acción glorificadora de Dios por parte del ser humano debe necesariamente partir de su libertad personal y no de su perversidad intrínseca, como supuso el obispo de Hipona. El hecho de tener la capacidad para responder a la invitación divina, gratuita y salvadora para participar del Reino de Dios se traduce en una acción libre y también salvadora por parte del ser humano. Justamente, la negativa por parte de alguna persona a la invitación al banquete que hace Dios es una acción que emana de la libertad de la persona y no a su supuesta perversión. En la salvación participan tanto Dios como la persona. Si la persona no responde o si su respuesta es negativa, no hay salvación posible.

El punto clave de las enseñan­zas de Jesús fue hacer accesible una nueva y maravillosa dimen­sión a los seres humanos, que para la estructuración natural del universo es imposible: el acceso a la gloria de Dios. Contraria­mente a lo esperado por los judíos –la salvación inmanente del pueblo elegido–, Jesús predicó la salvación personal y trascen­dente a todos los seres humanos. Por lo tanto, el acento de la misión de Jesús no debe colocarse en su mesianismo ni en su supuesta divinidad, pero sí en la apertura de la transcendencia personal. Esta enseñanza es plenamente evidente tras la lectura de los evangelios, los que deben leerse con el mismo espíritu de un san Francisco de Asís, una santa Teresa de Ávila, una Madre Teresa de Calcuta y de tantos otros venerables seres humanos que por su misma humildad no ocupan lugares en los altares.

Es congruente la argumentación acerca de que el ser humano es el vástago de una ascendente evolución biológica que adquirió la capacidad para tener conciencia de sí y la posibilidad para estructurar una conciencia profunda, desde la cual llega a perci­bir una trascendencia a la que puede honrar, desear y cultivar. El sentido de su conocimiento y acción se vería frustrado sin la intervención divina que le tendiera un puente. En efecto, la vida natural de un ser humano transcurre, como la de cualquier otro animal, con una mezcla de gozos y sufrimientos, de buena y mala fortuna, de logros y fracasos, de heroísmo y cobardía, de buenas y malas acciones, pero en la que prima el deseo de vivir. Sin duda, al término de su vida, haciendo un balance entre lo positi­vo y lo negativo, un ser humano podría darse por satisfecho el haber vivido, por muy miserable que haya sido su existencia. No obstante, según entendemos el mensaje de Jesús, Dios quiso darle a cada ser humano, sin excepción, la oportunidad de una existencia gloriosa y eterna, pero bajo dos condiciones indispensables: primero, que lo desee y segundo, que lo amerite, es decir, que convierta su existencia en justicia y bondad. Y el ameritarlo es una consecuencia del desearlo responsablemente.

El ser humano no necesita de un alma, y menos de un alma inmortal, para ser expli­cado biológicamente. En consecuencia, los sistemas de pecado, infierno y dualis­mo de bien y mal no son sostenibles en esta concepción. Por el contrario, las acciones humanas más naturales responden a la satisfacción de sus instintos de supervivencia y reproducción. Incluso toda la economía, la ética y la política encauza dichas acciones desde la perspectiva social. El mensaje de Jesús es una invitación a una “vida” en una dimensión que transciende los parámetros propios del universo material de espacio-tiempo. Jesús hace un llamado explícito a la persona para que se libere del condicionamiento genético que la impulsa a actuar en procura de su propia supervivencia. Afirmó: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien perdiera su vida por mí (en razón de mi enseñanza), la salvará”, y tal es la clave de su mensaje, que es una invitación a una dimensión transcendente que necesariamente se impone sobre el determinismo biológico que estimula al individuo a actuar en procura únicamente de su super­vivencia y reproducción.

En cuanto la religión tenga por finalidad la subsistencia del grupo social a través de incentivar el cumplimiento de normas y ritos, no responde precisamente a la invitación de Jesús a cada persona. Jesús fue ajeno a tales objetivos, pues no sólo la vida propuesta por él es una renuncia a la vida natural en cuanto se oponga a su invitación, sino que la realización plena de su invitación ocurre después de la muerte biológica de la persona. Jesús sería efectivamente el Cristo, el ungido de Dios, y el Mesías, el salvador, pero no para la solucionar nuestras dificultades de supervivencia y reproducción, ni menos la de la subsisten­cia y el desarrollo de la estructura social, que son objetos de la tecnología y la política, sino que para hacernos accesible una vida que transciende nuestra propia vida natural. Toda persona, incluso la del origen más humilde, la más miserable en fortuna, la más enferma y limitada, es un invitado de honor al banquete de Dios. Según el evangelio los ricos y poderosos son aquellos que más provecho obtienen del mundo, pero que más dificultades tendrían para aceptar tal invitación.

Así se puede afirmar que la muerte de Jesús en la cruz no fue para redimirnos a causa de la ofensa de la primera pareja de seres humanos, según lo ha interpretado tradicionalmente la Iglesia a partir de san Pablo. La salvación no es un estado de existencia que se recupera a través del sacrificio del Cristo, el Dios encarnado, en la cruz tras el pecado y posterior castigo de Adán y Eva. El ser humano no fue creado perfecto, a imagen de Dios, ni posteriormente sufrió una caída por la cual mereció la muerte y el sufrimiento para toda la descen­dencia. Es probable que la pasión y la muerte de Cristo en la cruz tenga mucho menos significado que el que se le ha dado desde san Pablo: reeditar el antropológico mito estereotípi­co sobre que en el origen del ser humano hubo un estado de armonía y paz, que fue perdido por su propia acción, y que ese mismo estado será recuperado al final.

La concepción a partir de lo que la ciencia ha descubierto es radicalmente distinta, pues destruye el mito del eterno retor­no. Por el contrario, de lo descubierto se puede inferir una dirección a una mayor estructuración a partir de un comienzo primordial simple. Debemos pensar que si hubo un acto de redención en la cruz, se estaría indicando la voluntad divina de hacer participar de su gloria eterna a este ser inteli­gente, con capacidad para estructurar su conciencia y ejercer acciones morales, con posteridad a su muerte biológica y siempre que tal ser sea justificado por dicha voluntad. En verdad, Jesús fue cruci­ficado por la religión establecida, que pretendía poder, riqueza y dominio, porque él predicaba la renuncia de uno mismo para acceder al reino de Dios: “el que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8,34).

La revelación en el Evangelio de Jesús

El Evangelio de Jesús se centra en unos tres temas: 1º Opuesto a la concepción del Yahvé castigador de los israelitas, Jesús afirma que Dios es tan bueno y misericordioso que lo llama Padre. 2º Como maestro, pide a sus seguidores vincularse en el amor y que incluso amen a sus enemigos. 3º Anuncia que existe un Reino de vida plena y eterna, al que todos están invitados y se accede aceptando la invitación y convirtiendo su corazón. Siguiendo la tradición profética de Isaías, Jesús había proclamado un revolucionario mensaje de amor y fe, de acción y contemplación, de libertad y alabanza, de sacrificio y esperanza, de afirmación y humildad, de acción y piedad, proclamando la misericordia divina para los humildes de corazón y pregonando el reino del Dios en el “más allá”. El punto que se debe discutir es ¿cómo Jesús conoció esta verdad?

La afirmación que exista una verdad revelada por Dios es contraria a nuestra experiencia sensible. Si una verdad es una proposición intelectual que tiene correspondencia con alguna cosa o situación de la realidad, entonces no existe ninguna proposición que Dios nos haya enseñado. Por una parte, sabemos que el modo humano de conocer es exclusivamente por la experiencia, lo cual rechaza cualquier tipo de inspiración y sabiduría infundida o revelada, y la certeza se obtiene empíricamente. Por la otra Dios es silencioso y solo se manifiesta a través de las leyes naturales que Él instituyó. La verdad sobre cualquier materia es un logro humano; las verdades han ido surgiendo penosa y paulatinamente en el curso de la historia desde los albores de la humanidad y se han ido perpetuando a través de la crítica, la cultura y sus instrumentos. Algunos perturbados pretenden tener revelaciones que usan para apoyar sus creencias y sostener el consecuente dominio sobre los demás. El mito, que es un recurso fácil para interpretar las complejidades de la realidad, se encarga, por el contrario, de empañar y oscurecer la verdad.

Sin embargo, en las últimas décadas, junto con la revolución de las comunicaciones que traspasan las exigencias editoriales, nos estamos enterando de la existencia de la inusitada posibilidad de comunicación con el más allá y no sólo a través del ya conocido espiritismo y sus médiums. Actualmente, numerosos testimonios de “experiencias cercanas a la muerte” (ECM) y “experiencias fuera del cuerpo” (EFC) o “desdoblamiento astral” atestiguan este conocimiento extra sensorial o paranormal.  El único conocimiento más allá de la experiencia sensible es el raro don del conocimiento parapsicológico, que es un fenómeno que no está en la capacidad de la ciencia poder validar. De este modo, la verdad que Jesús proclamó acerca de Dios y su Reino cae en el ámbito de la revelación y voluntad divinas. Él nos habló en parábolas para referirse a esta verdad, pues relataba una realidad no sólo desconocida, sino que enteramente inasible, sobre la cual no existen experiencias, y el intelecto humano no tiene la capacidad de comprenderla.

En consecuencia, nuestra tesis es tan sencilla como acientífica: Jesús pudo haber tenido conocimiento de Dios y su Reino a través del fenómeno paranormal de la  EFC.  Si supusiéramos que la revelación divina a personajes bíblicos como Abraham, Moisés y profetas israelitas y de otras religiones no son tan solo leyendas y sostuviéramos además que las EFC son efectivamente fenómenos reales que traspasan nuestro universo material para conocer el universo espiritual, podríamos avanzar una teoría sobre el origen de las enseñanzas de Jesús que están relacionadas con lo divino. Esta teoría de lo paranormal o parapsicológico señalaría que Jesús tuvo EFCs que lo llevaron incluso a través del “viaje por el túnel” hasta experimentar la luz y conocer la bondad y misericordia divina y su reino de amor y plenitud, para luego retornar al mundo. Sería una forma razonable para explicar la verdad de su evangelio, aunque de ninguna manera sería científica, ya que la ciencia no reconoce lo paranormal como objeto de su estudio por no pertenecer al universo material y sensible.


4. Lo humano y lo divino


Los orígenes

Desde la aparición del homo sapiens en las costas orientales de África, hace más de 120.000 años atrás, y su característica específica de pensamiento racional y abstracto y, por tanto, conciencia de sí mismo que le permitía conceptualizar la realidad de su entorno, actuar intencionalmente y crear lenguaje, dejando irreversiblemente de ser bruto, nuestros primitivos antecesores pudieron comprender que en el medio donde nacían, vivían y morían existían fuerzas poderosas y determinantes que afectaban poderosamente su supervivencia. Puesto que no lograban entender el origen de estos arbitrios, les fue natural concluir que ciertas entidades en la naturaleza poseían voluntad e intereses propios. Debieron reconocer un orden animista que explicaría el funcionamiento de estas poderosas fuerzas. Si tan solo se pudiera llegar a una armonía o transacción con estos poderes que se podían hasta deificar, como la tormenta, la caza, la enfermedad, se podría probablemente conseguir su favor a través de ofrendas y sacrificios, rogativas y expiaciones. El esquema, que sigue vigente en los pueblos primitivos contemporáneos, de conferir personalidad divina a ciegas fuerzas de la naturaleza tuvo relativo éxito para intentar comprender una confusa realidad y hacerla partícipe en sus afanes de vida. Lo que aparecía evidente a sus ojos fue la distinción entre lo humano, la naturaleza y lo divino en ésta. El intento de divinizar fuerzas naturales iba en la dirección correcta. Efectivamente, éstas emanan de la energía cuyo origen es divino.

Tras centenas de milenios la precaria heredad nuestros antepasados fueron evolucionando favorablemente hasta que adquirieron el conocimiento técnico para cultivar plantas y domesticar animales, asegurando una cierta abundancia de recursos alimenticios y aliviándolos en la dura tarea de la supervivencia. Habían dado un salto importante en el dominio del medio y logrado liberar el tiempo dedicado a un permanente esfuerzo para procurarse alimentos. De este modo, aisladas y antagonistas tribus se unificaron en pueblos y algunos individuos pudieron dedicarse a desarrollar artesanías y al comercio afín para satisfacer las nuevas demandas que el modo de vida agrícola-pastoril iba requiriendo. Los registros de las transacciones comerciales demandaban formas que perduraran más que la memoria y superaran el subjetivismo, lo que originó la escritura. Pronto se comprobó que este invento servía también para relatar historias y leyendas y formular leyes. Mediante la escritura era posible expresar ideas más abstractas que dieron origen a la teología y la filosofía. Surgieron las religiones monoteístas fundadas en textos que no tardaron en sacralizarse. También nacieron intentos muy serios por descubrir la verdad más profunda.

El caos y la unidad

La adoración a Dios es el objetivo manifiesto de toda religión, aunque tras éste se encubre habitualmente el propósito de poder y riqueza. También, como objetivo, la religión se arroga la autoridad sobre la moral y cimienta la identidad nacional de un pueblo. Otro objetivo debiera ser descubrir la verdad y no actuar con engaño, pero, considerando que el punto de partida es usualmente el mito, es muy difícil de obtener sin caer en el dogmatismo.

Desde siempre la humanidad ha concebido la realidad como un mundo desordenado y caótico que arbitrariamente afecta la totalidad de la existencia. En la práctica la necesidad de supervivencia en un medio conflictivo, confuso e inesperado ha exigido de los seres inteligentes mucha cautela y también mucho aprendizaje. Más bien, tanto la cautela como la capacidad para aprender confieren mayores oportunidades para la supervivencia. De hecho, este ambiente que mezcla los peligros con las oportunidades ha sido el acicate para que la inteligencia haya evolucionado, permi­tiendo a estos organismos mejores posibilidades de supervivencia y reproducción. En los seres humanos, y más precisamente en la genética de la cognición de nuestra especie, el mecanismo de selección natural que busca una mejor adaptación al ambiente, que es la evolución biológica, implantó además el anhelo por el orden y la unidad como medio para discriminar el caos. Conocer es conceder racionalidad a una realidad que se presenta caótica.

En Occidente la concepción de una realidad identificada con el caos fue asumida sin crítica alguna por los pensadores griegos, englobando lo caótico dentro de lo múltiple en el espacio y lo mutable en el tiempo, mientras se la opuso a una razón ordenadora y unificadora. Ellos seccionaban así el mundo en dos realidades distintas: la realidad sensible del objeto inteligible, sometida al caos y el desorden, y la realidad racional del sujeto cognoscente, propio de las ideas eternas e inmutables. A causa de la desconfianza que merecía la reali­dad sensible como fuente de certeza, se creyó que la idea es posible sólo a través de la actividad de la razón. En gran medida la polémica histórica fundamental de la filosofía ha radicado en si las ideas tienen o no existencia propia, en si son o no independientes de la razón, en si son o no anteriores a la experiencia sensible, en si son o no de naturaleza distinta al mundo sensible, en si preexis­ten en la razón y, por tanto, son innatas, en si provienen primeramente de la realidad sensi­ble, siendo abstraídas por la razón, en si se refieren a muchas cosas o a cosas estrictamente individuales, en si son o no verdaderas representaciones de las cosas, en si se puede derivar de ellas conocimiento ulterior. Idealistas, realistas, nominalistas, racionalistas, positivistas, empiristas, fenomenológicos, existencialistas, empiristas lógicos, analíticos, han defendido denodadamente una u otra postura.

El problema discutido no es menor, pues se refiere a la naturaleza tanto del sujeto que conoce como del objeto que conoce, y apunta por consiguiente a cómo concebimos la naturaleza y la existencia de Dios, de los seres humanos y del universo y sus cosas. En relación a lo divino han surgido una cantidad de posturas teológicas: el ateísmo es la no creencia en deidades u otros seres sobrenaturales; el agnosticismo es la creencia de que los valores de verdad de la existencia o inexistencia de alguna deidad o el más allá son desconocidos o inherentemente incognoscibles; el deísmo acepta la existencia de Dios a través de la razón, pero no de la fe, y niega la intervención divina en el mundo; el teísmo es la creencia en un creador del universo que está comprometido con su mantenimiento y gobierno; el panteísmo es la creencia que el universo y Dios son uno solo; el panenteísmo es la creencia que el universo está contenido en Dios, pero éste a su vez es más grande que el universo; el apateísmo es la creencia que las pruebas de la existencia de Dios son irrelevantes...

La revolución científica ha llegado a ser un nuevo paradigma del conocimiento y uno muy revolucionario. Mediante el conocimiento de las relaciones de causa-efecto y la generación de las relaciones ontológicas y lógicas, el ser humano ha adquirido un notable dominio sobre el hostil, pero también generoso medio. Estas relaciones apuntan hacia una realidad que puede ser comprendida, porque ésta posee intrínsecamente un orden y una unidad. De este modo, a la realidad aparentemente caótica nuestro intelecto le puede imponer orden, en el sentido de inmutabilidad y unidad, si ha de ser conocida, sometida y domina­da. La ciencia ha superado el dilema epistemológico acerca de si la caótica y desordenada realidad posee un orden y una unidad que pueden ser conocidos, o dicho orden y unidad pertenecen a nuestra razón. Se puede concluir que la realidad misma es caóti­ca tan sólo en apariencia, pero que detrás de aquello que aparece, existe no sólo un orden, sino que también una gran unidad. El orden y la unidad pueden y deben ser descubiertas, ya que todas las cosas en la realidad no sólo se relacionan ontológicamente, sino que, principalmente, de maneras causales y en formas muy determi­nadas, fruto de leyes naturales de carácter universal, y pertene­cen a distintas escalas incluyentes.

Desde el punto de vista de la relación causal, objeto del estudio de la ciencia, podemos observar precisamente que en los fenómenos que se dan en el universo la multiplicidad no es efecto de la mutabilidad, ni ambas son causas del desorden y el caos. En primer término, la materia posee una capacidad intrínseca para ordenarse y organizarse en una multiplicidad ilimitada de estruc­turas, las que poseen a su vez la capacidad para desempeñar funciones de acuerdo a posibilidades muy determinadas y concre­tas. En segundo lugar, la mutabilidad es explicada por la acción de fuerzas que no son impredecibles ni arbitrarias, sino que están sujetas a leyes deterministas y universales. Estas obligan a las cosas a funcionar y a comportarse de maneras muy determina­das. Por último, las cosas del universo existen porque tienen coherencia, y son coherentes porque son precisamente funcionales; y nuestra mente, por su parte, es coherente porque trata con cosas que son coherentes y no caóticas. Por lo tanto, para la ciencia el caos que observamos en la realidad sensible es sólo aparente. Por el contrario, la realidad de nuestro universo contiene solamente orden y unidad si logramos realmente comprenderlo. Nuestro intelecto necesita conocer única­mente las causas que relacionan las múltiples cosas de nuestro universo para comenzar a entender su ordenamiento y unidad. Afortunadamente, la infinidad de relaciones causales pueden ser asi­miladas a un número determinado de fuerzas que han llegado a ser conocidas y definidas y para la cual poseen teóri­camente una unidad primordial. La relación causal produce en el universo la simetría, la elegancia y el equilibrio que cautivan y deleitan al científico cuando observa la realidad desde la dimen­sión microscópica hasta la dimensión microscópica.

La contradicción clásica entre lo uno y lo múltiple que dio origen a los diversos sistemas filosóficos que conocemos, puesto que éstos emergieron precisamente como modos de superarla, no tiene sentido alguno para una filosofía que se fundamente en la ciencia. Para ésta, la unidad no le viene al ser ni por su esencia ni por la imposición de ésta por el sujeto que conoce. Por el contrario, las cosas poseen unidad por sí mismas. Ésta no les viene a las cosas primariamente por el ser, que es un concepto más bien abstracto y a posteriori, sino que ella proviene fundamentalmente porque las cosas son esencial­mente estructuras y fuerzas que funcionan en las distintas esca­las del universo, afectando cada una de ellas en la medida de su funcionalidad a otras cosas. Esto es, las cosas del universo tienen unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y composición.

La existencia de Dios

Famosas son las cinco pruebas de la existencia Dios de Santo Tomás de Aquino en su Summa Theologica, conocidas como las quinque viæ y que se podrían resumir de la siguiente manera:
1º Primer motor: todo lo que se mueve (o cambia) es movido por un motor en una secuencia que no puede ser infinita, por lo que el primer motor sería Dios.
2º Causa eficiente: nada existe por sí mismo, requiriendo una causa eficiente para existir en una serie que no puede ser infinita, por lo que la primera causa no causada sería Dios.
3º Posibilidad y necesidad: todo ser es contingente (finito) pudiendo existir y dejando en un momento dado de existir, siendo absurdo que nada pudiera llegar a existir, por lo que debe haber un ser que necesariamente debe existir, causar la existencia de otros y que sería Dios.
4º Gradación del ser: todos los seres son más o menos buenos, verdaderos, nobles, teniendo como referencia en cada género la perfección cuya causa sería Dios.
5º Diseño: todos los cuerpos naturales (que no poseen inteligencia) no actúan al azar pero por diseño tienen una finalidad (causa final), debiendo esta finalidad exigir una inteligencia que los guíe y que sería Dios.

Estas pruebas responden a la cosmología y la filosofía aristotélicas, que no pudieron sostenerse después de la revolución científica que no valida las cuatro causas de Aristóteles surgidas de la artificiosa distinción entre forma y materia. La ciencia se fundamenta en las relaciones de causa-efecto mediante el traspaso de energía. Por otra parte ella postuló el Big Bang, que resultó ser una excelente prueba cosmológica de la existencia de Dios. Así, Dios debió haber sido el “motor”, “causa eficiente” o “eternamente existente” que le dio origen. En la visión cosmológica del universo, en el extremo de mayor magnitud de las escalas, los astrónomos y astrofísicos concluyen a partir de determinadas evidencias que el universo está en expansión. Esta conclusión que revolucionó la cosmología del siglo XX lleva a señalar que si el universo está efectivamente en expansión, debió haber tenido entonces un comienzo.

La historia de esta concepción comenzó en 1922. Empleando la teoría general de la relatividad de Einstein, Alexander Friedmann (1888-1925) predijo la posibilidad de una explosión al inicio del universo a partir de un denso núcleo de materia. En 1927, conforme a las ideas matemáticas de Friedmann, el abate Georges Lemaître (1894-1966) propuso un modelo para una teoría cosmológica de la expansión del universo, postulando un estado inicial, que él llamó “huevo cósmico”, en el que la materia estaba constreñida en un espacio tan pequeño y denso como ello fuera posible. En 1928, Howard P. Robertson (1903-1961) midió la luz de las galaxias y encontró que aquellas más lejanas son más rojas, es decir, la longitud de onda de la luz proveniente de estrellas de distantes galaxias es más larga que la de la luz emitida por los mismos átomos en laboratorios terrestres o por estrellas similares (las cefeidas) de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea. Al año siguiente, Edwin P. Hubble (1889-1953) concluyó que el creciente corrimiento al rojo en el espectro de la luz emitida por galaxias cada vez más lejanas es debido al efecto Doppler-Fizeau, lo que significa que, mientras más lejana se encuentre una galaxia, ésta viaja más velozmente, de modo que las galaxias se alejan unas de otras a una velocidad proporcional a sus distancias. En la década de los años treinta George Gamow (1904-1968) acuñó el ahora popular término Big Bang (la "gran explosión") para designar el inicio explosivo del universo a partir de una ironía del astrónomo Fred Hoyle (1915-2001), quien rechazaba tal teoría.

Adicionalmente, si imagináramos a un observador, que sería Dios, que estuviera instalado en el mismo Big Bang mientras el universo, que sería una esfera que lo tuviera al como su centro y que se expande radialmente a la velocidad de la luz, podríamos aseverar desde el punto de vista de la teoría ‘especial’ que el tiempo para dicho observador se habría alargado tanto que no habría transcurrido ni una mínima fracción de segundo desde el comienzo del universo, y la distancia se habría reducido a cero, como si el Big Bang fuera la base de un tronco que sostiene la inmensidad del universo y que le confiere unidad mediante una gigantesca relación de causa-efecto. Además, su propia manifestación estaría presente en todo el universo. El túnel que encuentran quienes tienen ECM podría ser el rapidísimo viaje desde la periferia del universo hasta su centro.

Se calcula que el Big Bang, del cual se originó el universo entero, ocurrió hace unos 13 mil setecientos millones de años atrás y consistió en la instantánea conversión en materia a partir de una energía infinita que estaba contenida en un punto atemporal y adimensional. Entonces, Dios cuantificó la energía primordial contenida en Sí mismo. Desde entonces el universo se ha venido expandiendo constantemente a la velocidad de la luz, originándose el tiempo y el espacio a causa de la interacción de la materia. Adicionalmente, Dios le dio a la energía que Él contenía el código de las partículas fundamentales, de las cuales derivaron las leyes naturales, que los científicos se afanan en descubrir y llevarse los honores y los premios como si fueran sus creadores, pero que apuntan a probar su misma existencia. Gracias a este código, la materia ha ido evolucionando desde las partículas fundamentales masivas y de cargas eléctricas, en una creciente complejidad, hasta el mismo ser humano. Por último, para recalcar su existencia, de Dios depende la unidad de todo el universo, ya que, como podemos observar, todas las cosas del universo tienen un origen común, están constituidas por el mismo tipo de partículas fundamentales, se pueden transfor­mar unas en otras, se afectan causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren energía entre sí, existen en campos de fuerza comunes, se comportan de acuerdo a leyes universales que les son comunes y basadas en el modo espe­cífico de funcionamiento de las fuerzas y estructuras.

La ascética y la mística

Más allá de la religión y en lo profundo de lo religioso (la religión pertenece al ámbito de la conciencia de sí y es colectiva; lo religioso pertenece al ámbito de la conciencia profunda y es personal), muchos seres humanos han querido retirarse del mundo para acercarse a lo divino. La mística es un tipo de experiencia o conciencia, muy difícil de alcanzar, en que durante la existencia terrenal se intenta salvar el abismo entre lo humano y lo divino, llegándose a una unión directa y temporal del alma con el Absoluto, el Infinito o Dios. Entonces se obtenien visiones o éxtasis místico que corresponden a una plenitud y conocimiento caracterizados como inefables. Dios se une a su criatura y le revela un conocimiento y le transmite una felicidad sin límites. Está relacionada con la santidad y en el caso del cristianismo puede ir acompañado de manifestaciones físicas paranormales, como los estigmas, la bilocación, la levitación y la percepción extrasensorial.  Para Schopenhauer (El mundo de la Voluntad y la Representación, Vol. II, Ch. XLVIII) el místico se opone al filósofo por el hecho que éste comienza desde dentro, mientras que aquél comienza desde fuera.

El misticismo es común a las religiones principalmente monoteístas y sus respectivas experiencias se caracterizan como sigue: En el cristianismo éste se diferencia de la ascética en que ésta ejercita el espíritu para la mística mediante las vías purgativa (purificación de vicios y pecados mediante la penitencia y la oración) e iluminativa (sometimiento total a la voluntad de Dios y resistencia a las tentaciones) donde se da la unión con Dios que produce el inexpresable éxtasis que anula los sentidos. En el caso del sufismo musulmán, mediante la oración y el desapego, se puede llegar a una estación espiritual donde el “ojo” contempla al Ser Supremo en un aniquilamiento de sí mismo en Dios en un proceso de estados extáticos que incluye la purificación del corazón, el vencimiento del yo inferior, el desarrollo de poderes extrasensoriales y de sanación, la extinción de la personalidad individual, la comunión con Dios y el conocimiento supremo. En la principal corriente mística del judaísmo la unión con Dios se da a través de la cábala, donde el misticismo es el estadio posterior a la religión; en ésta el ser humano, en su mundo mortal y finito (la creación), se percibe alejado de un inmutable, eterno y misterioso Dios, al otro lado del abismo que separa lo humano de lo divino. En el caso del budismo su objetivo no es algún tipo de “unión”, sino de comprensión o clarividencia de la realidad, la que se da tras una lucha meditativa y activa contra el yo, que incluye recitaciones (mantras), para alcanzar el estado de Buda o nirvana.

Desde muy antiguo el ascetismo cristiano es usado para alcanzar la unión mística más perfecta con Dios por medio de una vida de privaciones, penitencia y oración, en lo que se llama unión mística o éxtasis. Los votos de obediencia, pobreza y castidad de monjes y monjas que llevan una vida monacal, dedicados a orar y trabajar, retirados del mundo y encerrados de por vida en un monasterio, es liberarlos de los afanes instintivos de supervivencia y procreación que tanto tensionan la existencia animal, humanos incluidos. En palabras de san Juan de la Cruz, es la vía (purgativa) de la penitencia en donde el alma se libera de todos sus pecados: “Hay que perder el gusto por el apetito de las cosas.” La privación corporal y la oración son los principales medios purgativos. El ascetismo es un estilo de vida tras objetivos espirituales caracterizado por una vida austera, la abstinencia de placeres sensuales y de acumulación de riqueza. La abstinencia sexual es  solo un aspecto de esta renuncia ascética. Sus verdaderas preocupaciones son principalmente el orgullo, la humildad, la compasión, el discernimiento, la paciencia, el juicio a otros, la oración, la hospitalidad, la limosna, la glotonería, la lujuria. Esta práctica ascética puede seguirse en comunidad, rigiéndose por una regla escrita o normas de disciplina monástica, o en soledad, como anacoretas y eremitas, en una vida apartada del trato humano y en contacto con la naturaleza, en cuevas, montañas, desiertos, ermitas abandonadas para apartarse de la tentación. La “vía iluminativa” comienza donde termina la anterior. El alma se halla ya limpia y en un desamparo y angustia interior inmensos, arrojada a lo que es por sí sola sin el contacto de Dios. El alma debe soportar todo tipo de tentaciones y seguir la luz de la fe confiando en ella y sin engañarse mediante una continua introspección en busca de Dios. Pero ha de ser humilde, ya que si Dios no quiere, es imposible la unión mística, pues la decisión corresponde a Él. El alma ha de dar lo que san Juan de la Cruz llamó un "ciego y oscuro salto", del que sólo la puede rescatar Dios mismo, si Él quiere.

Una vida centrada en el amor a Dios produce una armonía y una paz tan grandes en la persona caracterizado porque penetra en todas las células del cuerpo, siendo probable que su metabolismo no produzca los radicales libres que causan la degradación celular, lo que podría posiblemente explicar el fenómeno de la incorruptibilidad de los cuerpos que se presenta en los cadáveres de una cantidad de santos. Los incorruptibles son más de 150 santos y beatos católicos y ortodoxos registrados cuyos cuerpos están sorprendentemente preservados después de muertos, desafiando el proceso normal de descomposición, como signo de su santidad. Sin embargo, no se puede suponer que los cuerpos incorruptos se mantienen en mayor o menor medida tal y como eran en el momento de la muerte. Los cadáveres que se exponen públicamente suelen estar recubiertos de capas de cera que ayudan a evitar el continuo deterioro del cadáver propiciado por la exposición. Otros cadáveres se exponen en su estado natural y es apreciable el deterioro de los mismos. Existen igualmente cadáveres incorruptos que no han recibido tratamiento alguno y se conservan bien. Y otros en los que se han corrompido algunas partes y otras han perdurado. Por otra parte, no son momias, puesto que nada artificial se ha hecho para preservar los cuerpos. Por el contrario, algunos de ellos han sido cubiertos intencionalmente por soda cáustica para pronto obtener huesos para relicarios, lo que habría destruido fácilmente los restos, pero ésta no tuvo efectos sobre el cuerpo. Del cuerpo mortal de algunos santos o de los sepulcros donde yacen sus reliquias se libera un aroma agradable y suave; de hecho la exudación de perfumes es el fenómeno, conocido con el nombre técnico de osmogenesia, más frecuentemente reportado como suceso del todo extraño a un cadáver. En los cadáveres conservados por momificación, ya sea esta natural, o artificialmente provocada, no se observa el fenómeno de la flexibilidad; son cadáveres duros y rígidos; la rigidificación de los miembros comienza pocas horas después de la muerte; la mayoría de los santos incorruptos no sufrieron esta rigidez, permaneciendo muchos de ellos flexibles por varios siglos; mantienen una flexibilidad, color y frescura semejantes a cuando los santos estaban vivos, sin intervención deliberada. Otro fenómeno que desafía las explicaciones científicas es la emanación de sangre fresca que procede de una buena cantidad de estos cadáveres, muchos años después de su muerte. Aunque no contribuyó en nada a la preservación de estas reliquias, la aparición de luz en los cadáveres y tumbas de algunos de estos santos señaló dónde se encontraban. Otro fenómeno observado es el aceite que fluye cada cierto tiempo, durante siglos.

Un fenómeno que se asemeja al éxtasis místico es el estudiado por el médico psiquiatra y licenciado en filosofía, Raymond Moody (1944 -), sobre la ECM (Experiencia Cercana a la Muerte) y descrito en su libro Vida después de la vida, 1975. Algunos científicos critican a Moody porque la evidencia que las personas que reportaron dichas experiencias murieran efectivamente y retornaran o que la conciencia exista separada del cerebro y el cuerpo no es confiable; además, que una ECM típica pueda deberse a un estado cerebral gatillado por una crisis que puede ser explicada por la neuroquímica y sería el resultado de un cerebro que está desequilibrado o drogado por estar muriendo. Sin embargo, estas críticas no llegan a explicar completamente los testimonios, como, por ejemplo, que un paciente pueda describir en detalle lo que observó en una pieza adyacente que nunca pudo visitar con su cuerpo. Ciertamente, la ciencia puede hacer estas críticas, pero no tienen validez, ya que se trata simplemente de fenómenos parafísicos que los científicos no pueden sancionar por encontrarse en “planos de realidad” no materiales. En la época del internet, cuando es tan sencillo publicar en la Red, se puede acceder a innumerables testimonios de ECM. Moody describe las etapas de una ECM, que son: 1. Sonidos audibles tales como un zumbido. 2. Una sensación de paz y sin dolor. 3. Tener una experiencia extra-corporal (sensación de salir fuera del cuerpo, flotar y observar el propio cuerpo y lo que ocurre desde arriba). 4. Sensación de viajar velozmente por un oscuro túnel hasta alcanzar el dominio de una luz blanca-dorada radiante de intenso amor y calidez. 5. En vez del túnel, sentimiento de ascensión al cielo. 6. Ver gente que resplandecen con una luz interna, a menudo parientes ya fallecidos. 7. Encontrarse con un ser luminoso espiritualmente poderoso. 8. Ver una revisión panorámica de su vida. 9. Sensación de aversión con la idea de volver a la vida. Exceptuando el “viaje por el túnel”, las cuatro primeras etapas se experimentan en una EFC (Experiencia Fuera del Cuerpo), o “viaje astral”, que algunas personas reportan haber tenido y ahora publican en internet.

Estos testimonios dan cuenta de la estructura del yo mismo, puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la conciencia profunda durante su vida y que se plasma indeleblemente en la psiquis humana cuando ésta reflexiona sobre su propia y radical singularidad histórica, como se describe en el capítulo “Una cosmología” de este libro. La estructuración de una mismidad singular subsistente humana como reflejo de la actividad psicológica personal es el máximo logro de la evolución de la materia. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo con su cuerpo material, manifiestamente incapaz ahora de seguir viviendo. En su nuevo estado de existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material y de la subsecuente entropía, lo que significa también que su acción ya no puede tener efectos en el universo material. La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesita y busca afanosamente un contenedor para su propia energía estructurada para poder manifestarse y expresarse. Quien ha buscado lo divino estará finalmente en condiciones de llegar al reino de Dios cuando muere y existir en plenitud, pues, al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de este reino. Así, la energía liberada originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.










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